Oskar Fernandez Garcia
Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación

Los símbolos se desmoronan hechos jirones

En pleno s. XXI, el último eslabón de la cadena Borbónica, Felipe VI, imprimía continuidad directa a la detestable, abominable y execrable acción bélica y extremadamente violenta de su antecesor en siglos pasados contra Catalunya

La «impredecible» huida del ex rey Juan Carlos I del Estado español, el pasado 3 de agosto –a pesar de haber repetido en diferentes ocasiones y circunstancias, con un gran alarde de solemnidad y circunspección: «Juro que no abdicaré ni abandonaré España»– deja al descubierto, de una forma grotesca, esperpéntica y vodevilesca, lo que en esencia y en realidad ha supuesto la cotidianidad de esos casi cuarenta aborrecibles años de regia jefatura en el Estado español.

Este es el enésimo escándalo a lo largo de una dilata carrera monárquica caracterizada por un tipo de actuaciones, comportamientos, manifestaciones, comparecencias… completamente alejadas a lo que se supone que debiera de ser el regio, edificante y ejemplar comportamiento de la persona que ha sustentado durante cuatro deplorables décadas la jefatura del Estado.

Es más que probable que la «salida» del Estado español del ex monarca se haya pensado, diseñado e implementado con el acuerdo explícito de la Casa Real, del gobierno y de los poderes cuya larga y dilatada sombra han atenazado, constreñido y oprimido las ansías de libertad de la ciudadanía de ese Estado, desde la fatídica fecha en la que por fin lograron -todos los reaccionarios sublevados- instaurar el golpe fascista contra la II República española, el 1 de abril de 1939.

La imagen -de un monarca comprometido con las instituciones democráticas, al servicio de la ciudadanía y de los objetivos más nobles y encomiables a los que puede aspirar un país- que durante tantos lustros el conjunto de los medios de comunicación habían creado, generado y fomentado artificialmente se hacía prácticamente insostenible con el escándalo que supuso saber que el mencionado monarca había tenido un accidente debido a una caída, en el año 2012, mientras mataba elefantes en Botsuana acompañado de su amiga íntima, Corinna Larsen.

La impresentable y abominable cacería había sido sufragada por el rey de Arabia Saudí, Abdullah bin Abdulaziz, el mismo que cuatro años antes, en 2008, había ordenado transferir cien millones de dólares a una cuenta en Suiza a nombre de una fundación denominada Lucum, con sede en Panamá, y que había sido creada unos días antes por el mencionado ex monarca español.

Al ahora completamente defenestrado Juan Carlos I no le quedó otra opción, a su salida del hospital, que dirigirse a su cautiva audiencia a través de uno de los medios más poderosos de comunicación de masas: la televisión. Su mensaje fue tan patético como simplista y sobrecogedor; porque aquellas dos escuetas y lacónicas frases reflejaban con una extraordinaria nitidez el absoluto vacío de una persona que ostentaba la jefatura de un Estado: «Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir».

Evidentemente ya era prácticamente imposible ocultar las andanzas y su total desapego a las funciones que por su cargo tenía que haber cumplido con diligencia, transparencia, equidad y honestidad. Pero esa fue la forma habitual y constante de actuar durante su supuesto reinado.

Casi medio siglo -desde que en 1973 comenzó a percibir una comisión por cada barril de petróleo importado- amasando una fortuna opaca e incurriendo constantemente en todo tipo de delitos fiscales, han supuesto -aunque deplorable e incomprensiblemente excesivamente tarde- la actuación de la fiscalía suiza y la «intervención» del Tribunal Supremo del Estado español, dejando en absoluta evidencia y completamente desnuda la laureada, ensalzada, vanagloriada y elogiada figura del ex monarca -tanto por los medios de comunicación que alientan, sostienen y conviven plácidamente con el sistema sociopolítico, heredado del franquismo, como por parte de todas las instituciones de ese Estado- y que ahora se desmorona hecha añicos y se precipite hacia el obscuro abismo de la ignominia.

La carta que ha dirigido a su hijo y heredero, Felipe VI, se convierte en fiel testimonio de la percepción sociopolítica, del talante y de la mentalidad que definen a esa ex regia persona que un día por decisión de un golpista, fascista y genocida fue encumbrada a la jefatura de ese Estado.

El 22 de julio de 1969 ante las Cortes franquistas Juan Carlos juraba guardar y hacer guardar los Principios del Movimiento Nacional, es decir el aborrecible y detestable ideario franquista. Tenía 31 años, es de suponer que era plenamente consciente de lo que juraba.

Transcurridos seis años, el 22 de noviembre de 1975, y dos días después de la muerte del general fascista y asesino, era encumbrado por aquellas mismas Cortes fascistas a la jefatura del Estado, con el título de rey, convirtiéndose en Juan Carlos I. Nuevamente juraba acatar los mismos Principios del Movimiento Nacional con el evidente y manifiesto objetivo de perpetuar el franquismo.

Con el beneplácito, el boato y la exaltación litúrgica de la Iglesia románica, apostólica y ultracatólica se llevaba a cabo en San Jerónimo el Real, en Madrid, una misa de coronación.

Transcurridos tres años desde su último juramento, a los principios fascistas, la misma persona –por increíble e inverosímil que parezca– el 27 de diciembre de 1978 sancionaba la Constitución española de 1978. Es decir, el individuo que en el periodo de seis años, con 31 años y posteriormente con 37, había jurado en dos ocasiones solemnes, se supone, que guardar y hacer guardar el conjunto de leyes franquistas, impuestas por los genocidas golpistas de 1936, ahora era él quien tenía en sus manos la capacidad de aprobar, dar validez y autorizar una Constitución que se decía, se suponía y se aceptaba como democrática.

Evidentemente para cualquier persona realmente de izquierdas, demócrata, ecuánime y con un mínimo de perspectiva histórica y sociopolítica la llamada «Transición española» le tuvo que parecer el mayor escándalo, teatralización y banalización de la vida política que haya tenido que soportar cualquier estado del planeta tierra.

Por eso todo lo que ha ocurrido durante ese tiempo con la Corona, la Casa Real y el ex rey, es consecuencia directa de aquella aquella brutal y desgarradora mentira que supuso la mencionada «Transición».

Precisamente por eso Juan Carlos I ha podido hacer lo que le ha venido realmente en gana, ya que por encima de todo y sobre todo se trataba de salvaguardar, ensalzar y elevar a un regio pedestal grecorromano una institución obsoleta, anacrónica, ineficaz, trasnochada y absolutamente incompatible con un sistema auténticamente democrático.

La mencionada carta dirigida a Felipe VI, evidentemente, no había sido redactada para ese primer destinatario, sino para que se hiciese pública y pudiese llegar a incidir - en la medida de lo posible - en las personas que aún creen en esa anacrónica y medieval institución y en sus supuestas bondades.

Se da por descontado que un rey tiene que preocuparse tanto por su pueblo como por la institución a la que representa, por lo tanto a qué viene esa redacción laudatoria consigo mismo.

Su reinado dice fue inspirado en el servicio a España. Todas las gravísimas acusaciones que se ciernen sobre él, las califica de «ciertos acontecimientos pasados de mi vida privada». Cuando el escándalo mayúsculo se debe a que en base a su cargo y posición como rey y jefe del Estado aprovechó -supuestamente- para delinquir de manera reiterativa. Los califica de «ciertos acontecimientos» restándoles todo tipo de importancia, para a renglón seguido caer en la contradicción absoluta al admitir que pueden ser causa y generar intranquilidad y desasosiego al actual rey en el ejercicio de sus funciones; y nuevamente recuerda a todas las personas -que lean el sucinto y absolutamente impresentable texto- que un rey tiene una «alta responsabilidad»; en su caso es evidente que fue nula.

¿Tendrá mala o muy frágil memoria el actual rey? que le tiene que recordar un hecho aparentemente importante, como que hace un año dejó de desarrollar «actividades institucionales» o lo que quiere insinuar es que puede hacer de su capa un sayo.
La huida, que él llama traslado fuera de España, lo considera como la forma de «prestar el mejor servicio a los españoles, a sus instituciones y a ti como rey». ¿Tan increíblemente perturbadora y aborrecible se podría convertir su presencia en en el Estado español?

La carta por su extensión, redacción y contenido parece surgida de los primeros niveles de Educación Primaria. El último párrafo comienza de la siguiente forma «Una decisión que tomo con profundo sentimiento, pero con gran serenidad». Una frase absolutamente manida, que realmente no expresa nada puesto que se desconoce, al no mencionarlo expresamente, qué tipo de sentimiento es el que le ha impelido a tomar semejante decisión. ¿El sentimiento de lo crematístico por encima de todo; el sentimiento de no querer sentirse interpelado en un palacio de justicia y mucho menos imputado?

Termina la breve epístola exponiendo que ha sido rey «durante casi cuarenta años y, durante todos ellos, siempre he querido lo mejor para España y para la la Corona». ¿A su propio hijo le tiene que recordar sus años de reinado?

Y nuevamente, al igual que al principio, insiste en que «siempre he querido lo mejor para España y la Corona». Semejante comentario representa una absoluta obviedad, o acaso un rey podría desear o querer lo peor para su país y para su Corona. Pero al mencionarlo indirectamente o directísimamente incurre en la famosa e incisiva locución latina «Excusatio non petita, accusatio manifesta».

Ese lunes, tres de agosto de 2020, la Casa Real publicaba la misiva, comentada en párrafos anteriores, del ex rey Juan Carlos I y añadía como colofón, una brevísima nota de su hijo, el actual monarca Felipe VI: Un escueto párrafo de una sola frase, pero que sin embargo se constituye en una irrefutable prueba de la mentalidad que conforma el modo de ver, pensar, interpretar, reflexionar, analizar y valorar la realidad histórica y sociopolítica del actual monarca español.

Mas le valdría haber permanecido enmudecido y silente que no intentar vanamente ensalzar y encumbrar la figura de su padre, desposeída desde hace tiempo de todas las cualidades que se le suponen a tan alto cargo en la jerarquía de un estado.

Felipe VI, literalmente, expone que «desea remarcar la importancia histórica que representa el reinado de su padre, como legado y obra política e institucional de servicio a España y a la democracia»; ¡Qué percepción de la historia reciente tiene el actual monarca, tan sumamente alejada –y diametralmente diferente– de los hechos, acontecimientos y situaciones que realmente se dieron y se llevaron a cabo, tanto en la llamada «Transición» como en las décadas posteriores!

La terminología empleada: «legado, obra, servicio, España, democracia» revela con una gran y meridiana claridad el habito de utilizar determinados vocablos, como si por el mero hecho de mencionarlos convirtiesen el texto en algo relevante, verídico y ejemplar, por parte de quien no tiene nada en absoluto que decir y sí mucho que ocultar.

Exactamente lo mismo ocurre en el tramo final del mencionado texto «y al mismo tiempo quiere reafirmar los principios y valores sobre los que ésta se asienta, -la democracia- en el marco de nuestra constitución y del resto del ordenamiento jurídico».

Pasando, evidentemente, por alto que la democracia con letras mayúsculas y moradas es absoluta y diametralmente opuesta a la monarquía.

Transcurridos tres días, el 6 de agosto, el presidente del Gobierno del Estado español, Pedro Sánchez, dirigía una larga epístola a la militancia de su partido, que comenzaba describiendo los orígenes de esa formación, algunos de los episodios históricos contemporáneos, el papel desempeñado por ese partido político y concluía con lo que realmente era el objetivo y finalidad de la extensa misiva, la situación sociopolítica que se estaba produciendo como consecuencia de la huída, salida, abandono, exilio… de Juan Carlos I de su exreino.

Evidentemente, en un país que siempre ha sido monárquico, excepto en dos brevísimos periodos históricos –y en alguna que otra excepción- la Corona siempre se ha querido sublimar, ensalzar y proyectar como un tema transcendental para la vida de la ciudadanía de ese Estado.

La extensa carta realizada por el Secretario General del PSOE, al igual que la brevísima de Juan Carlos I y la respuesta de su sucesor, están redactadas bajo el mismo prisma y la misma mentalidad sociopolítica que pone por encima de todo y sobre todo una institución, la monarquía, y las personas que la conforman.

Una institución anacrónica y aborrecible desde todos los ámbitos del conocimiento humano, mediante cuyos paradigmas, teorías, leyes y evidencias sea analizada.

La meta del texto presidencial y del alto cargo del PSOE -al igual que la del exmonarca- no es ni mucho menos el destinatario, quien aparece en el encabezamiento, sino el conjunto de la población de ese Estado para recordarles cuatro ideas fundamentales, que son las que se ensalzan y alaban sin ningún tipo de rubor ni contención:

1.- El magnífico, excelente y genial partido que es el PSOE que hunde sus raíces a través de 140 años de historia jalonada de esfuerzos y éxitos.

2.- La suerte que tiene la población de ese Estado de tener un gobierno de coalición progresista que todo lo hace bien y encara el futuro con todos los medios y recursos para asegurarse el éxito.

3.- El rey y la monarquía son elementos constitucionales inamovibles, inalterables e imprescindibles.

4.- La Constitución es un texto cuasi divino, extraordinario, paradigmático y corolario de la genial gestión que se hizo durante la «Transición» y por lo tanto intocable e inmutable.

El máximo representante del gobierno de esa nación y del partido que fundó Pablo Iglesias -junto a otros de sus compañeros- intenta, al igual que todos los poderes mediáticos, políticos, económicos… desviar el foco de atención desde la institución monárquica a la personal de uno de sus miembros fundamentales y fundacionales de la actual Casa Real. Literalmente dice lo siguiente, en uno de los párrafos, «una conducta irregular compromete a su responsable, no a la institución… No se juzga a las instituciones, se juzga a las personas».

El PSOE, nuevamente hace gala de su republicanismo, de salón y de florero, para defender, posicionarse a favor y bloquear de raíz todo tipo de posibles reflexiones, análisis, debates y valoraciones sobre la denominada Casa Real española, tanto en su propio partido como en la sociedad de ese Estado, que parece que jamás podrá alcanzar una mayoría de edad sociopolítica para poder decidir libremente qué tipo de sistema sociopolítico desea, prefiere o ansía y anhela para su país.

Pero una gran parte de la ciudadanía -tal vez mayoritaria, se desconoce y no se desea saber- desea juzgar a las instituciones y concretamente a esa Casa real instaurada en el Estado español, desde el 16 de noviembre de 1700 ¡Desde hace más tres aborrecibles siglos! con Felipe V, primer rey de la Casa de Borbón, que acabó con las libertades y el gobierno catalán en 1714, mediante uno de los asedios más brutales, despiadados y terroríficos sobre la población civil, que se conociesen en aquella época, según narraban y dejaron testimonio escrito los cronistas, testigos de aquel cruel cerco.

En pleno S. XXI, el último eslabón de la cadena Borbónica, Felipe VI, imprimía continuidad directa a la detestable, abominable y execrable acción bélica y extremadamente violenta de su antecesor en siglos pasados contra Catalunya.

El que ahora es sucesor de ese registro ordinal, Felipe VI, fue uno de los instigadores de las crueles, abominables, terribles y brutales cargas, golpes, palizas, patadas, apaleamientos, porrazos… llevados a cabo por los cuerpos y fuerzas de seguridad españoles… contra la pacífica, democrática y encomiable ciudadanía, que simplemente quería ejercer el derecho fundamental e inalienable en un sistema democrático: votar, aquel 1 de octubre de 2017.

Por parte del mencionado monarca, en los días siguientes, la población catalana obtuvo un desairado, intolerante, intransigente, beligerante y amenazante comunicado, que obviaba deliberadamente el terror que sus fuerzas represivas habían desencadenado en Catalunya, y encima pretendía adoctrinarles y darles ejemplarizantes lecciones de democracia.

Sí, transcurridos más de tres siglos de hegemonía Borbónica -de reyes y reinados absolutistas, intransigentes, conservadores, retrógrados, corruptos, ajenos al progreso y a la libertad del pensamiento, insensibles a los sufrimientos y pareceres del pueblo, déspotas y tiranos- es el momento de abrir un debate sobre esa Casa Real Borbónica y sobre el sistema monárquico, en general, para deshacerse de esa secular pesadilla.

Tres siglos de sometimiento es tiempo más que suficiente para que esa institución desde el punto de vista de las Ciencias Sociales y Humanas sea considerada como un auténtico lastre, un inmenso obstáculo y un menoscabo económico para el desarrollo pleno, sistémico e integral de la ciudadanía de ese país, aunque el Secretario General del PSOE tenga una opinión diametralmente opuesta o, tal vez, un pacto y alianza no escrita y mucho menos conocida con la monarquía para mantener anestesiada a la población de ese reino.

La monarquía es una institución de gobierno que hunde sus raíces en los orígenes de los tiempos, en los que los seres humanos comenzaron a forjar las primeras comunidades, con una clara división del trabajo y estratificación social.

Transcurridos miles de años o simplemente cientos de años los seres humanos han evolucionado completamente, respecto a aquellas primitivas sociedades donde surgieron semejantes instituciones de gobierno como la monarquía.

Las personas que pueblan las ciudades, las grandes urbes y las comunidades rurales -a lo largo y ancho del Planeta Tierra- ya no son vasallos, ni siervos, ni súbditos, ni lacayos, ni personas analfabetas e iletradas -sin criterio propio- con un desconocimiento total de la realidad en la que se desenvuelven, fáciles de manipular y sumidas en el desconocimiento absoluto en que se mantuvo, prácticamente, a la totalidad del género humano a lo largo de su casi total y absoluta existencia.

Hoy en día cantidades ingentes de personas, miles de millones de ellas, no tienen nada que ver con aquellas que erigieron a una familias en reyes y estas se aprovecharon ladinamente para constituirse en interminables dinastías; son seres humanos que han cursado todo tipo de estudios universitarios y han pasado por las más variadas facultades, dominan una enorme diversidad de todo tipo de conocimientos: científicos, sociales, políticos… acceden a una información muy diversa -que abarca todos los ámbitos del saber- han desarrollado plenamente sus capacidades y competencias para analizar, reflexionar, criticar y valorar cualquier situación o circunstancia que les pueda competer directa o indirectamente.

Por lo tanto siendo el ser humano actual, diametralmente opuesto al de hace miles o cientos de años, es absolutamente inconcebible e inaceptable que se le quiera imponer una institución completamente ajena a sus capacidades intelectuales, y a sus deseos como ciudadanos y ciudadanas libres de pensamiento, y capacidad plena para decidir lo que realmente deseen.

Seguir postergando, penalizando y prohibiendo un debate abierto y absolutamente libre y sin tapujos sobre la monarquía, supone continuar transitando, en pleno S. XXI, por un estado posfranquista, imbuido e inmerso en una aborrecible ideología y mentalidad cuasi medieval.

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