Estibaliz Ezkerra
Crítica literaria

Manu Leguineche y el oficio del reportero de guerra

La noticia me cogió por sorpresa. No estaba al tanto del delicado estado de salud de Manu Leguineche (Arratzu, 1941-Brihuela, 2014) o quizá había leído algo al respecto pero no llegó a registrarse en mi memoria.

Seguramente se debiera a que Leguineche (desde que se dio a conocer su fallecimiento, muchos en la prensa se han referido a él simplemente como Manu; como no tuve la oportunidad de conocerle personalmente, considero que sería una licencia por mi parte hacer uso de su nombre de pila) se me antojaba como una de esas figuras que están siempre presentes aunque no se piense conscientemente en ellas, lo que les da un halo de inmortalidad. No creo que sea la única en pensar de esta manera. Al contrario, creo que Leguineche es una persona ligada a una época que la sociedad en general aun siente cercana o, mejor dicho, que no quiere aceptar como finalizada porque la presente situación es bastante deprimente (aunque no hay más que leer al propio periodista para darse cuenta de que toda época tiene su lado oscuro, incluso aquellas que recordamos como gloriosas por el potencial que desde el presente vemos en ellas). La conversación que mantuve con mi ama por teléfono a pocos minutos de leer en la prensa electrónica las primeras reacciones ante la muerte del periodista es una prueba de la omnipresencia de Leguineche. Nada más comunicarle la defunción del mismo, «¿Quién? ¿El de la tele? ¿El del bigote?», me dijo, teniendo que corregirla no solo en el tema del bigote (hace tiempo que Leguineche no lucía tal distinción facial), sino en el aspecto televisivo. La memoria puede ser obstinada, pero ello no indica que sea infalible. Sin embargo, sus comentarios me hicieron pensar en la manera en que registramos eventos y personas que por el motivo que sea tienen impacto en nosotros: la recolección de esos eventos y/o personas sigue intacta como si el tiempo no hubiera pasado para ellos. Es ese el halo de inmortalidad al que me refería anteriormente.

He de confesar que, al igual que otros muchos periodistas, Leguineche fue una de las figuras cuya labor me hizo considerar cuando aun era una adolescente el periodismo como la única carrera que podía satisfacer tres de mis grandes pasiones: la escritura, la lectura y el permanecer en contacto con otras culturas y lenguas; en definitiva, con otros modos de ver el mundo. Incluso llegué a plantearme la posibilidad de ser una corresponsal de guerra, aunque pronto me di cuenta de que no hubiera sobrevivido por mucho tiempo. Comparto con Leguineche el sentirse continuamente «en el bando de los desolados», de los románticos sin remedio, pero si bien ese romanticismo lo empujó y, en cierta medida, lo ayudó a abrirse camino en la labor de corresponsal de guerra, vista esta no como oficio, sino como la responsabilidad que uno o una tiene para con sus contemporáneos (periodismo como una labor social, no como actividad puramente empresarial y lucrativa), en mi caso debido al periodo en el que me tocó incorporarme al mundo laboral me hubiera causado muchos problemas entre los cuales el «mal menor» hubiera sido probablemente el desempleo y el «mal mayor» la tumba.

El propio Leguineche reconocía en una de las últimas entrevistas el cambio que en las últimas tres décadas ha experimentado el periodismo centrado en la información sobre conflictos armados. Vietnam y las posteriores guerras en Asia se encuentran entre los primeros conflictos que siguió y narró para el público. Según contaba, por aquel entonces los gastos de transporte y de estancia corrieron a cargo de su bolsillo. Nada de vuelos en primera clase y hoteles de lujo. Se las tuvo que apañar con su viejo coche y habitaciones en hostales modestos. Lo importante era poder contar los hechos in situ en primera persona. En los últimos tiempos las agencias son las que manejan el cotarro. Estas cuentan lo que ocurre «cuando les interesa, y cuando ya no les interesa parece que se han acabado las guerras. Y las guerras siguen ahí», se quejaba el periodista. A día de hoy la guerra es un espectáculo que debe su ser al impacto de las nuevas tecnologías en las técnicas de guerra así como en la manera de cubrir los conflictos. El colapso de tiempo y espacio, la inmediatez con la que seguimos el desarrollo de guerras que tienen lugar en geografías distantes, es algo que ni cuestionamos. Pero la naturalización de este colapso, la inmediatez, no ha traído consigo una respuesta ética al sufrimiento del otro. Como Judith Butler nos muestra en su brillante “Frames of War: When is Life Grievable?”, la inmediatez no garantiza la superación de las barreras mentales que separan a uno o una del otro. Ello se debe a que si bien creemos experimentar la guerra de manera inmediata, es decir, sin mediación, lo cierto es que esta experiencia está totalmente mediada, desde el ángulo de enfoque hasta la velocidad con que se muestran las imágenes. Ni siquiera seguimos los sucesos en tiempo real, ya que la emisión de imágenes conlleva unos segundos de retraso.

Lo que preocupa a Butler, y también lo hacía a Leguineche, es el resultado de la falta de reconocimiento que los marcos o estructuras a través de los cuales percibimos o fallamos en percibir las vidas de los otros están políticamente saturados. Estos marcos determinan qué entendemos por vulnerabilidad y a quién es atribuible (en teoría todo ser humano es vulnerable y en esa vulnerabilidad reside su humanidad, pero no todo individuo es considerado humano) o, en palabras de Butler, qué vidas (su pérdida) son dignas de duelo.

Como persona puede que Leguineche tuviera sus defectos (y estoy segura que tenerlos los tendría; ciertos compañeros suyos ya se han dedicado a señalar algunos de ellos), pero hay algo que podemos aprender de su dedicación a su profesión y de su obra. En los tiempos que corren, cuando el uso de drones está a un paso de convertir la ya deshumanizada víctima en personaje de videojuego, resulta imperativo que nos preguntemos cuál es el significado de la guerra, sea esta o no algo cercano a casa.

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