Jonathan Martínez
Investigador en comunicación

Margaret Thatcher de cuarentena

Sabemos que los mismos que antes de ayer cantaban las alabanzas del libre mercado y las privatizaciones hoy se encomiendan a la sanidad pública

Es jueves 3 de mayo de 1979 y los ciudadanos británicos están llamados a las urnas. La economía renquea. El desempleo alcanza cifras siderales. Las protestas sindicales han zarandeado al gobierno laborista de James Callaghan en eso que la historiografía llama con una pincelada poética el invierno del descontento. «Crisis? What crisis?», dice una célebre portada del diario The Sun, que acude al recochineo y cita a los Supertramp para reprochar la despreocupación del Primer Ministro.

En medio de esta atmósfera convulsa irrumpe una mujer de Lincolnshire nacida bajo el nombre de Margaret Hilda Roberts que ha asumido el liderazgo conservador y que el gobierno soviético, inspirado por las disputas de la Guerra Fría, ha bautizado como la «Dama de hierro». El caso es que Margaret Thatcher llega a las urnas con un manifiesto tory que promete atemperar la inflación, sofocar las huelgas y meter en cintura a los sindicatos. Y ya se sabe. A río revuelto, ganancia de pescadores.

El 4 de mayo de 1979, Thatcher entra por la puerta grande del número 10 de Downing Street después de haber conquistado el 43,9% de los votos. El 4 de enero de 1980 será Ronald Reagan quien aproveche la inflación y los estragos de la crisis del petróleo para imponerse a Jimmy Carter e instaurar un nuevo reinado republicano en la Casa Blanca. El eje Londres-Washington cuenta ya con una nueva hornada de dirigentes neocon dispuestos a demoler los consensos del estado de bienestar. A la mierda New Deal. A la mierda Franklin Delano Roosevelt.

Los programas económicos de Reagan y Thatcher despiden el aroma inconfundible de Freidrich Hayek y Milton Friedman, dos talibanes del libre mercado que pasarán a la historia por haber arruinado a la clase trabajadora de medio mundo con su proselitismo privatizador. El credo es simple. Perdonar impuestos a los grandes capitales. Despojar al mercado de supervisión estatal. Saquear el sistema público y entregar los dividendos a manos particulares. Cuarenta años después, esta es la oración que rezan los apóstoles del laissez faire. Socialización de las pérdidas y privatización de los beneficios. El gorroneo vestido de prestigioso economista.

Margaret Thatcher presenta el nuevo capitalismo de fin de siglo como un destino inevitable y populariza a modo de lema una falacia convertida en dogma. There is no alternative. No hay alternativa. Y si no hay alternativa, toda disidencia no solo resulta inútil sino que debe ser exterminada. En apenas tres años, Thatcher conduce al Reino Unido a las peores cifras de desempleo de su historia y duplica la cifra de parados. Pero el totalitarismo de mercado no admite alternativas ni disidencias, así que Thatcher decide cargar la responsabilidad sobre los sindicatos. Y decide también moler a palos a los mineros en huelga. La libertad de mercado se impone por las malas o por las malas.

De aquellos polvos estos lodos que hoy nos azotan. La doctrina thatcherista se ha impuesto en nuestros días como si fuera una inmutable ley de la física. El Principio de Arquímedes. Las Leyes de Newton. No hay alternativa. Es la medicina que nos suministraron tras la crisis de 2008. Recortes disfrazados bajo la noble palabra de la austeridad. Desmantelamiento de los sistemas públicos de educación y sanidad. Rescates bancarios. Privatización de las residencias. Empresas estatales malvendidas y entregadas a la especulación. A las protestas, palos. Y a las voces críticas, mordaza. Thatcherismo en vena.

Antes de la pandemia, mucho antes de que el confinamiento agravara las previsiones, ya aventurábamos temblores en la economía. El pasado septiembre, la OCDE pronosticaba una desaceleración durante 2020. Lo que entonces parecía un contratiempo, ahora va adquiriendo el rostro temible de una catástrofe. La nómina de los ERTE presenta una dimensión inquietante. La sangría de autónomos parece dantesca. Si nada lo remedia, las familias continuarán perdiendo poder adquisitivo y aumentará el coste de vida. Ganarán presencia los empleos precarios, la economía uberizada de falsos autónomos y de riders. La crisis de 2008 sirvió de pretexto para esquilmar los salarios. Y la crisis que viene no pinta mucho mejor.

Por si fuera poco, el estado de alarma ha servido como disciplina social. En este colosal laboratorio de recorte de derechos y libertades, cada vez queda menos margen para la crítica. Los militares se despliegan entre himnos y parafernalia patriótica. Los abusos policiales están a la orden del día. Y la Guardia Civil rastrea opiniones desafectas al régimen. En sus informes diarios recogen, por ejemplo, un vídeo en el que Irantzu Varela critica a las fuerzas de orden público o un tuit en el que EH Bildu pregunta a Eneko Goia por un homenaje de la Policía Municipal a la Guardia Civil en Intxaurrondo. El caso es amedrentar.

Sabemos que la gestión sanitaria ha sido como mínimo cuestionable. Pero también sabemos que los trabajadores de la sanidad pública están desempeñando un trabajo heroico. Sabemos que la carencia de test es alarmante. Pero también sabemos que los investigadores de nuestra universidad pública están jugando un papel providencial en la detección de positivos. Sabemos que los mismos que antes de ayer cantaban las alabanzas del libre mercado, las privatizaciones y el desmantelamiento de la administración hoy se encomiendan a la sanidad pública y a la investigación pública e incluso se asoman a la ventana cada día a las ocho para aplaudir a nuestros sanitarios.
Algún día todo esto pasará y más vale que tengamos memoria cuando nos vengan con las mismas recetas liberales que nos han empujado a la ruina. Será mejor que tengamos memoria cuando la Thatcher de turno nos diga que hay que recortar salarios y malvender empresas públicas y cerrar un hospital y una escuela. Cuando nos digan que hay que apretarse el cinturón y que no hay alternativa. Ya lo advierte un viejo lema antithatcherista. Si Maggie es la respuesta, es que la pregunta es estúpida.

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