Mi hijo estudiará en el extranjero
Cuántas veces oímos esa frase en boca de amigos o familiares o lo decimos nosotros mismos en conversaciones con otros. No nos genera ninguna sensación especial, es una opción como otra cualquiera, solo surge a veces el aspecto económico de la cuestión, de si la familia puede permitírselo, si para compensar al menos parcialmente el coste, la persona joven implicada no buscará un trabajo que le proporcione unos ingresos que, en todo caso, consideramos modestos. Evidentemente, esto no está al alcance de todos en nuestras sociedades de «primer mundo», pero por una razón de nivel económico, no porque haya que saltar la línea de lo legalmente autorizado para poder acceder a esos estudios o para poder ir a trabajar a esos países.
¿Nos hemos parado a pensar qué sucede si un planteamiento semejante se hace en el seno de una familia africana? En ese supuesto, además, puede tratarse no ya de una formación complementaria, sino de acceder a un complemento de ingresos que puede ser crítico para la supervivencia de toda la familia. No existe un canal por el que ese joven africano pueda acceder a esos estudios o trabajos de una forma accesible mediante una gestión prevista de forma transparente y fácil.
Hemos reconducido en la UE, la cuasi confederación que se proclama adalid de las libertades y los derechos humanos, el debate sobre las migraciones a una cuestión de asilo y refugio, y aun así, con una visión cada vez más restrictiva a la hora de acoger a quienes huyen de guerras, represión política, persecuciones por el ejercicio de los derechos humanos básicos. Se complementa con una visión utilitarista: hay que establecer mecanismos que complementen nuestras carencias en mano de obra y por el envejecimiento de la población, y aún para eso, con mecanismos tan poco defendibles éticamente como prohibir que el que venga pueda optar por quedarse, que pueda acceder a un oficio distinto (o a una formación) de aquél para el que se les da una autorización temporal (y de la que se hace garante al patrón empleador que ha de llevarlos hasta el aeropuerto de salida). En cambio, volviendo a la situación inicial planteada y que todos bien conocemos, muchos de esos jóvenes de primer mundo acaban quedándose en el país de sus estudios o de su primer empleo y nos dejaría atónitos que se les impidiese hacerlo, no digamos que se les considerase ilegales, se impulsase su deportación o se les enviase a un campo de concentración en un tercer país.
¿Qué marca la diferencia sino el catálogo de países de origen que no admitimos en la lógica que sí damos por válida para nuestro entorno de «primer mundo»? ¿Cómo etiquetamos esta posición que mayoritariamente parecemos aceptar? ¿Cuánto admitimos que tenga de racismo y xenofobia sin alterar nuestra zona de confort?
De esto se trata cuando se habla de canales que permitan los movimientos migratorios, de que un africano, un americano del sur o un asiático, dispongan de mecanismos para acceder a sus metas en nuestros países con el mismo grado de certezas y viabilidad que nuestros hijos, sobrinos o nietos cuando dicen tranquilamente que van a ir a estudiar o a trabajar a otro país, sin que pensemos que para ello tengan que pagar a una mafia y que deban jugarse la vida en el viaje.