Iosu del Moral y Mikel Labeaga
Militantes Antikapitalistak Euskal Herria

«Monarkia kanpora»

Es tiempo de aunar fuerzas y de que todas las gargantas antimonárquicas y republicanas de Euskal Herria y del resto del Estado griten al unísono, «monarkia kanpora, fuera la monarquía».

Es más que probable que Enrique III de Navarra, IV de Francia, también conocido como el Grande, o el Bearnés, escuchara desde su cuna algunos susurros en euskera provenientes del entorno de su madre Juana III, quien fuera la última de las regentes del viejo reino de Nafarroa. Así que Juana de Navarra, aquella que encargase traducir del latín la primera de las biblias al euskera, donde apareciese por primera vez escrito el nombre de Euskal Herria, por cierto tratándose además de un texto de corte protestante y reformista, daba a luz allá por el siglo XVI a quien fuera el primero de los borbones en sentarse en el trono de Francia. De ahí que sea posible que quizá no hubiera sido necesario traducirle a su hijo Enrique la expresión en euskera que proclama, «monarkia kanpora». Al que no cabe duda que habría que traducírsela, aunque en sus visitas se las dé de falso poliglota integrador, es a su lejano descendiente Felipe VI, a quien una amplia mayoría del pueblo vasco le demanda, «Felipe kanpora, monarkia kanpora; fuera Felipe, fuera la monarquía».

Pero al margen de vítores y reclamaciones, no es menos cierto que debiéramos comenzar por realizar un exhaustivo ejercicio de autocrítica, donde tanto desde el pueblo vasco como desde el resto de pueblos del Estado, reflexionásemos conjuntamente sobre el fracaso que supone como sociedad que en pleno siglo XXI la jefatura del Estado se encuentre todavía en manos de una familia corrupta que lleva siglos sustentando un poder de manera ilegítima. Por no hablar del anacronismo, no solo en un sentido temporal si no intelectual, que supone para cualquier comunidad moderna permitir que, hoy en día, una familia que tiene más analogías con los soprano que con aquellos personajes de las fabulas y los cuentos infantiles, herede de forma dinástica un cargo público de tal importancia. A estas alturas, cualquier sociedad que se precie de ser avanzada debiera tener más que interiorizado que la pertenencia a un linaje endogámico no debiera ser la premisa para la obtención de ninguna responsabilidad institucional del ámbito de lo público.

Un vodevil que presenta, por un lado, al padre, el emérito, un tipo al que se le da de maravilla aparentar ser una especie de payaso bonachón, y que en realidad es un listillo que levita en ese limbo entre lo inmoral y lo torpe, donde se dedica a quehaceres de dudoso carácter ético, por no hablar de actividades directamente de índole mafiosa. Y digo torpe, pues teniendo la vida a nivel material más que resuelta, hay que ser lerdo para buscarse cualquier tipo de problema por ser incapaz de contener un sentimiento de avaricia sin límite alguno. Por otro lado, el hijo, que como buen Borbón y muy al estilo de otro de sus predecesores, el rey felón, se muestra como una persona mesurada, honrada y hacendosa, pero que al parecer en el fondo esconde un increíble parecido con el modus vivendi de su progenitor. Algo que incluso a los propios monárquicos les debiera poner los pelos de punta, al no poder distinguir entre la zarzuela y cualquiera de los centros operativos de una organización criminal debido al hedor a corruptela que emana desde su interior.

Viniendo de un dictador, es normal que a nadie le extrañara que Franco, en una decisión totalmente unilateral, designase a Juan Carlos su continuador al frente del Estado y de las fuerzas armadas como garante del movimiento nacional católico. Quizá extrañe algo más, no ya que nadie nos haya consultado sobre el traspaso de la jefatura del Estado por parte del padre al hijo, algo que por otro lado era de esperar, si no que la gente no se hubiera mostrado indignada ante un golpe tan antidemocrático como fuera el nombramiento de Felipe como sucesor del anterior monarca. Hablar de democracia monárquica lo único que genera es una especie de oxímoron donde, a partir de ahí, todo lo demás carece de sentido y, como consecuencia, un sistema de dichas características se vea tarde o temprano irremediablemente abocado a convertirse en un proyecto frustrado.

Sin duda uno de los grandes obstáculos de este dilema radica en aquellos cínicos que banalizan el uso de términos como democracia o libertad hasta convertirlos en significantes vacíos. Falsas democracias que adolecen de un pánico a la hora de preguntar, desde su libertad virtual, qué frena las aspiraciones de cambio real. Ante esta perspectiva, es tiempo de aunar fuerzas y de que todas las gargantas antimonárquicas y republicanas de Euskal Herria y del resto del Estado griten al unísono, «monarkia kanpora, fuera la monarquía». Un proceso emancipador que deje atrás una institución arcaica y caduca a través de algo tan poco democrático, al parecer, como preguntar al pueblo por medio de un referéndum. Consulta que, automáticamente, nos derivase hacia un nuevo proceso constituyente o hacia lo que todavía es más interesante; hacia nuevos procesos constituyentes, donde, definitivamente, las diferentes sensibilidades del Estado decidiesen de forma soberana y democrática la forma de organizarse entre ellas y en relación al resto, en una especie de red de repúblicas confederadas.

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