Javier Cubero de Vicente

Montejurra, una memoria incomoda

En la Historia de los pueblos hay hitos colectivos que son siempre terriblemente molestos para los caciques de ayer y hoy, porque nos recuerdan tanto a los de arriba como a los de abajo que no solamente son las elites las que hacen la política, y por tanto la Historia.

En ocasiones las masas irrumpen inesperadamente en la vida pública con tal fuerza que es quebrado el juego institucional de las diferentes fracciones del establishment oligárquico. Por eso las narrativas historiográficas que se articulan en cada «presente» al servicio de los poderes dominantes tienen como finalidad el silenciar y tergiversar esos luminosos momentos en los que las clases populares se ponen en movimiento reclamando voz propia como sujetos protagonistas de su propia Historia.

Así a pesar del tiempo transcurrido Montejurra no es ni puede ser un lugar neutral en nuestro pasado. Durante la Tercera Guerra Carlista, en la famosa batalla de 1873, de la cual arranca la relevancia política de este monte guardián de Lizarra, unos voluntarios hijos del pueblo trabajador derrotaron a las fuerzas invasoras del Ejército regular. Tal vez a modo de anécdota se podría señalar que uno de los generales liberales participantes en aquellos combates fue Fernando Primo de Rivera, primer marqués de Estella por concesión del llamado Alfonso XII, mientras que entre los aldeanos victoriosos seguramente se encontraría el padre minero de Dolores Ibárruri. Difícilmente se puede entender aquel cuadro histórico sin recoger las complejas dimensiones de clase y nacional del conflicto.

Detrás de las banderas legitimistas de la Causa de Don Carlos VII lo que latía era la resistencia atávica de toda comunidad indígena a la imposición forastera de nuevas formas de explotación capitalista y de opresión nacional. El supuesto «progreso» liberal no fue más que la modernización autoritaria del sistema de relaciones sociales y políticas, al precio de cortar las raíces de las clases populares y hundirlas en la miseria. Los neoliberales actuales, que a nuestras espaldas están negociando los tratados de libre comercio, son dignos herederos de sus antecesores. Es normal que se sientan incómodos ante cualquier planteamiento que amplié nuestra visión colectiva de los procesos históricos.

La derrota militar del Partido Carlista en 1876 implicaría el inicio de su lento declive. El desarrollo imparable de formas más modernas de vida social supondría su progresivo desplazamiento como vehículo de la protesta popular en beneficio de nuevos actores: los nacionalismos periféricos y el movimiento obrero. Sin embargo el viejo legitimismo fue capaz de mantener su personalidad política en permanente conflicto con el régimen de la Primera Restauración Borbónica. Lamentablemente, desorientados por una modernidad que no comprendían, los «requetés», condicionados tanto por la manipulación clerical de la derecha integrista como por la torpeza anticlerical de la izquierda adanista, serían conducidos más tarde en nombre de la religión católica a una guerra que no era la suya, y de la que en cambio saldrían reforzados sus seculares enemigos.

Es una pauta común en muchos relatos históricos concluir ahí el capítulo final del carlismo insurgente. Este criterio, hegemónico primero con la dictadura franquista y después con la monarquía neoliberal, no tiene nada de inocente. Más allá de los discursos oficiales, diseñados en función de los intereses de los ocupantes de los palacios madrileños de El Pardo o de La Zarzuela, la realidad es que el pueblo carlista despreció profundamente a aquellas «personalidades tradicionalistas» que aceptaron el Decreto de Unificación, o que en sucesivas deserciones, reconocieron a Don Juan de Borbón, o a su hijo Juan Carlos. Sus postulados legitimistas, sociales y forales eran totalmente incompatibles con el estatalismo fascista de reciente importación como con la mil veces maldita dinastía «usurpadora».

Los carlistas, bajo el liderazgo dinástico de la familia Borbón Parma, especialmente de Don Javier y de su hijo Carlos Hugo, no solamente reconstruyeron su estructura organizativa al margen del totalitarismo falangista del partido único, sino que se implicaron en los movimientos unitarios de la oposición democrática, como las luchas universitarias contra el SEU o las primeras Comisiones Obreras. Montejurra, donde todos los meses de mayo se desarrollaba una concentración anual, volvería a florecer como un foco de oposición incomoda. El acto memorialístico, sin perder su significado original, se convertiría en un mitin político, en el cual los estudiantes y los obreros carlistas tomaban la palabra y reivindicaban la mayoría de edad del pueblo para decidir su futuro. Habían entendido que el mejor homenaje a los que ya no están, no es otro que el continuar la Lucha.

De esta manera tras un profundo y largo debate interno de renovación ideológica, impulsado por la militancia de base, adquirió forma un proyecto revolucionario fundamentado en la democracia participativa, el socialismo autogestionario y el federalismo plurinacional. Desde nuestro particular «aquí y ahora» puede resultar extraña esa evolución. Pero no lo es en absoluto si atendemos tanto a las claves históricas del carlismo como al proceso de recomposición estructural del paisaje social que se produce durante esos años. La comunidad tradicional, rural y agropecuaria había dejado paso a la sociedad moderna, urbana e industrial. En muy poco tiempo cambiaron muchas cosas, y de hecho hasta la propia Iglesia católica inició una apertura a la modernidad con el Concilio Vaticano II.

El «aggiornamento» de Montejurra representaba lógicamente un desafío para los planes sucesorios del franquismo, y el Partido Carlista, como la CNT anarcosindicalista y tantas otras fuerzas populares, fue situado en la diana de la política del terror. Si en el siglo XIX el Gobierno de Madrid utilizaba la Guardia Civil para perseguir a los guerrilleros carlistas, ahora disfrazaría a guardias civiles de «requetés» para agredir a sus herederos en la tristemente conocida jornada de 1976. El sumario judicial sería cerrado en aplicación de la ley de Amnistía, mientras tanto al Partido Carlista se le negaba la legalización impidiéndole participar en las primeras elecciones generales a Cortes. La trama terrorista, que atravesaba el aparato estatal desde las cloacas hasta las más altas instancias, nunca sería investigada. La impunidad de los asesinos fue total. Durante años Gesto por la Paz y la Asociación Victimas del Terrorismo se negarían a incluir a Ricardo y a Aniano en sus listados, lo cual dice mucho sobre la pretendida neutralidad de estas entidades. Todo esto forma parte de esa otra cara de la Transición, cuyo recuerdo lógicamente aún resulta incomodo en las habitaciones de La Zarzuela.

Lo que en un principio no es tan lógico es que desde la dirección del museo de Historia del Carlismo, de Lizarra, que no olvidemos que es de titularidad pública, se impidiera a la Fundación Amigos de la Historia del Carlismo la organización en su recinto de una charla con motivo de los 40 años del crimen de Estado. Pero si atendemos al tratamiento que en ese museo se hace de la Historia carlista, ignorando o marginando aspectos esenciales, todo encaja. La finalidad no es otra que la potenciación de un relato estrictamente positivista, estructurado alrededor de una categoría de «Contrarrevolución» que tiene mucho de ideológica y nada de científica.

Actualmente los actos de Montejurra continúan celebrándose, gracias a la firmeza de la sacrificada militancia del Partido Carlista, que pervivió desde la Transición en condiciones extraparlamentarias. Pero Montejurra no es el símbolo privativo de un partido político, sino que representa un capítulo imprescindible de la larga marcha de los pueblos en su emancipación social y nacional.

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