Iñaki Bernaola

Nacionalismo versus independentismo

Más de una vez he pensado que si alguna vez llegara a celebrarse en el Estado español un referéndum por la independencia de algún territorio, los unionistas argumentarían que con la independencia no iba a haber dinero para las pensiones; mientras que los partidarios de la independencia alertarían de que los gastos superfluos del Estado más el enésimo rescate a la banca acabarían arruinando la seguridad social. Mucha gente, sobre todo de edad avanzada, votaría según lo que le diera menos miedo, llegando incluso a ser determinantes para el resultado.

Digo esto para que se entienda que la independencia o no independencia es un asunto político que se valora y gestiona según factores políticos, es decir, de intereses, conveniencias y estrategias de futuro. El nacionalismo, sin embargo, es un tema ideológico, basado en sentimientos colectivos de pertenencia a un determinado marco territorial. De hecho, se puede ser nacionalista sin ser independentista, y al revés. Ello no quita que lo político y lo ideológico estén interrelacionados y que ejerzan una influencia recíproca, lo cual no está mal siempre y cuando no acabe confundiéndose un cosa con la otra.

Esa confusión es algo que, por desgracia, ocurre con frecuencia: las ideas, incluso las de base religiosa, pueden ser más o menos variables, aunque en general se mantienen con cierta estabilidad porque las mentalidades de las personas y de los colectivos no cambian de la noche a la mañana. En política, por el contrario, todo varía de forma incesante, todo es relativo, todo es discutible, todo es susceptible de ser pactado, si es que se juzga conveniente pactarlo. Decir, por ejemplo, que se prefiere fregar escaleras antes que pactar con Bildu, aparte de ser erróneo, chulesco y no ajustado a la realidad, es una solemne estupidez.

Las fronteras de los estados no son realidades ideológicas, sino políticas. Plantear que la unidad de España es sacrosanta, aparte de falso, es mezclar la política con la religión, lo cual es una atrocidad porque la política es, o al menos debería ser, aconfesional. Pero por otra parte hay que entender que, independientes o no, siempre habrá cuatrocientos kilómetros de Bilbao a Madrid y ochocientos a París, y que de una u otra forma seguiremos estando metidos en el mismo mundo a merced de sus vaivenes.

Porque, para bien o para mal, somos un pueblo pequeño. Un pueblo con un nacionalismo de pueblo, uno de cuyos principales componentes es que somos refractarios al nacionalismo español de imperio venido a menos el cual se acentuó tras la pérdida de las últimas «posesiones» de ultramar y que, a partir de aquello, pretende imperar en territorios del propio Estado, como el País Vasco o Cataluña, a los que considera algo así como posesiones imperiales. No es de extrañar que sean esos territorios donde el nacionalismo español de imperio tiene menor apoyo, porque si bien los vascos o catalanes a lo mejor no «aman» a España demasiado, lo cierto es que la España imperial no solo no nos ama sino que nos detesta.

Tenemos una sensación más o menos vaga de que la ideología dominante en España es el nacionalismo de imperio, y de que la punta de lanza de ese nacionalismo es la extrema derecha. No sé cómo llamar a la extrema derecha de Le Pen, de Meloni o de Milei. Lo que sí sé es que la de España se llama fascismo. Se llama así porque tras la derrota fascista en la Segunda Guerra Mundial, en España se permitió que el gobernante fascista aliado de Hitler y de Mussolini siguiera gobernando; y porque treinta años después, tras morir dicho gobernante, el aparato fascista no perdió un ápice de su poder. Y así hasta hoy.

En Asturias, en Castilla, en Andalucía, en Canarias y en muchos otros lugares hay nacionalistas que serán o no independentistas, pero que saben que la promoción, la mejora y el desarrollo del marco territorial al que se sienten vinculados es incompatible con el nacionalismo español de imperio. Nosotros, además, sabemos que el fin último del nacionalismo español de imperio es borrarnos del mapa, y quizás sea por eso que somos más independentistas que otros, por cuestión de mera supervivencia.

Pero una de las características del fascismo es que acaba arrasándolo todo, como lo hizo tras la Guerra Civil. Es esa la razón por la cual da auténtico miedo no solo ver a la extrema derecha y a la derecha extrema más envalentonadas y agresivas que nunca, sino también constatar la actitud vacilante, timorata y dubitativa que se advierte en una gran parte de la sociedad española, que no acaba de darse cuenta de que el fascismo es el verdadero enemigo no solo de vascos y catalanes, sino de todos. Porque mientras una gran parte de esa sociedad siga soñando con que España sea un imperio aun a costa de quien sea, la mayor coherencia con sus sueños la va a encontrar en el fascismo.

Quizás en otra España, con otros presupuestos identitarios e incluso con otro nombre, como por ejemplo República Española, habría menos independentistas, o por lo menos habría una relación más fluida y amistosa entre nacionalistas, lo mismo dentro del mismo Estado como en estados diferentes. Pero para eso, antes de nada, es imprescindible unir fuerzas, concienciarse y movilizarse en contra del fascismo. Porque si no lo hacemos ahora, luego será demasiado tarde.

Buscar