Iñaki Bernaola

Nacionalismos... y nacionalismos

Hay otro nacionalismo de imperio, más patético si se me permite, y es el nacionalismo de imperio venido a menos.

Es frecuente que personas que se tienen a sí mismas por «no nacionalistas» tiendan a echar la culpa al «exacerbado nacionalismo» de un montón de catástrofes históricas. Lo vimos, por ejemplo, durante la Guerra de los Balcanes, donde al parecer la culpa de lo que ocurrió la tuvieron los que solamente miraban para su lado, tanto serbios, croatas, bosnios o lo que fuera. Del papel de la OTAN en el conflicto ni mención. En Cataluña, inmersa ahora en un período postelectoral, tres cuartos de lo mismo; o en el País Vasco, al parecer plagado de «radicales nacionalistas»; en Irlanda, en Myanmar, en Ceilán o en otro montón de lugares del mundo.

Esa pléyade de «no nacionalistas» tiende a meter a todos los nacionalismos en el mismo saco: en el saco de las calamidades, para que nos entendamos. No obstante, no creo que todos los nacionalismos sean iguales. De hecho, ser nacionalista no quiere decir de entrada más que estar a favor de determinado marco nacional.

Básicamente, a mi juicio los nacionalismos se dividen en dos clases: los nacionalismos de imperio, y los nacionalismos de pueblo. Los primeros son aquellos que fundamentan su ideología en que su nación está por encima de las otras, sea por «derecho natural», «derecho de conquista», «derecho de raza», por «libre competencia» o por lo que se quiera. Tienden además a querer imponer sus parámetros, sean políticos, económicos, lingüísticos, culturales o lo que fuera, a los otros pueblos a los cuales sojuzgan o al menos lo intentan.

Los nacionalismos de pueblo, por el contrario, no pretenden estar por encima de nadie, y solo quieren defender los que consideran suyo propio. Suelen ser privativos de pueblos pequeños, tanto con estado propio como sin él; y por ello, lejos de menospreciar al vecino, intentan abrirse al exterior todo lo posible, conscientes de que por su pequeñez necesitan interrelacionarse con el resto del mundo. Es frecuente, por ello, que entre los nacionalistas de imperio abunden más los monolingües, y entre los nacionalistas de pueblo, por el contrario, los plurilingües.

Cada uno de estos tipos de nacionalismo se divide a su vez en dos subgrupos: los nacionalistas de imperio rampantes, cuyo ejemplo más conspicuo, como es sabido, son los Estados Unidos. Cuando Donald Trump decía «Make America great again», o cuando Adolf Hitler decía algo parecido de Alemania, y entonces anexionó por la fuerza todas las zonas europeas que él consideraba «espacio natural» germano, y además intento reducir a la esclavitud al pueblo soviético por considerarlo de raza inferior, estaban dando claros ejemplos de lo que acabo de mencionar.

Hay otro nacionalismo de imperio, más patético si se me permite, y es el nacionalismo de imperio venido a menos. Es propio de países que en su día fueron grandes potencias imperiales, pero que con el tiempo decayeron. En lugar de ejercer una autocrítica sobre el papel histórico que jugaron en el pasado, intentan «reverdecer pretéritos esplendores», a veces incluso actuando contra habitantes de su mismo territorio; y por otra parte mantienen una visión histórica de su pasado que, en buena ley, resulta insostenible. Creo que el nacionalismo español, y el turco, encajan en esta definición. En ambos casos fueron imperios mucho más poderosos de lo que son ahora. No es casual que tanto uno como otro estén inmersos en gravísimos conflictos territoriales dentro de sus fronteras contra colectivos que sustentan un nacionalismo de pueblo, así como que nieguen en redondo su responsabilidad histórica en hechos como el genocidio armenio durante la Primera Guerra Mundial, o el genocidio americano durante los siglos XVI al XIX.

También los nacionalismos de pueblo se subdividen en dos: hay un nacionalismo de pueblo retrógrado, que añora supuestas características propias del pueblo que lo sustenta, sean raciales, culturales, religiosas o lo que fuera, e intenta por todos los medios ir en contra del curso de la historia y del mundo para preservar los citados signos de identidad contra viento y marea. Hay, por el contrario, otro nacionalismo de pueblo, que asume la globalidad del mundo actual, la integración de personas de diversas procedencias, y el dinamismo de sustentar un nacionalismo de lo propio abriéndose ellos al exterior y, a su vez, abriendo sus puertas a quien se ve forzado a llamar a las mismas.

En un pequeño pueblo de la costa de Bizkaia, Ispaster, en el cual prácticamente la totalidad de la población utiliza la variedad del euskara bizkaino propio de la costa, conocí a una niña de poco más de seis años, oriunda de Bangladesh, que lo hablaba a la perfección. En un pueblo vecino bastante más grande, Ondarroa, grabaron un vídeo en el cual aparecen personas de todas partes del mundo, al parecer residentes en dicha localidad, todas ellas hablando a la perfección la misma variedad dialectal que la niña de Bangladesh.

Hace poco ha muerto el antiguo general Rodríguez Galindo. A raíz de ello se están recordando multitud de hechos de su pasado. Uno de los que más me llamó la atención fue que en los juicos donde comparecieron como acusados tanto él como algunos de sus guardias civiles subordinados, acusados de delitos gravísimos como secuestro, torturas, narcotráfico, proxenetismo y qué sé yo cuántas cosas más, soltó una frase redonda: «Con media docena de hombres como esos –refiriéndose a sus subordinados acusados– sería capaz de volver a conquistar América del Sur».

Creo que pocos ejemplos son tan claros como el de la niña de Bangladesh y el de Rodríguez Galindo para entender lo que son un nacionalismo de pueblo integrador, y un nacionalismo de imperio venido a menos. Esperemos que estas humildes reflexiones sirvan para algo.

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