Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Nacionalizar la nación

H ay que recuperar, si puede ser en profundidad, el valor de lo nacional. Hay que restaurar el término nación dándole todo su contenido. Solo apoyando con firmeza el pie en lo nacional se puede aspirar a un internacionalismo noble, culto, humano; justo.

Lo nacional determina o fortifica el ser, lo hace sensible a sus tradiciones étnicas, lo acomoda en el paisaje, mide sus ambiciones sustanciales, facilita la igualdad, que es hija de la proximidad. Mas ha de hacerse una advertencia con urgente previedad: lo étnico es lo permanente, pero leído por el tiempo. Si lo étnico no asume el significado del tiempo como intérprete, queda simplemente en casticismo, que es miserable.

Pero una nación, por el hecho de serlo mecánicamente, no resuelve el problema de mayor relieve que tenemos planteado a fin de lograr la máxima dignidad del ser: la cuestión de la igualdad. Por eso digo en el principio que hay que nacionalizar la nación, que equivale a darle a todo lo que contiene la nación un carácter de propiedad común. O sea, hay que socializar su vida. Nación es propiedad plena. Lograr tal cosa equivale, entre otras muchas cosas esenciales, a suprimir la degradación que conlleva la división de las clases. Una nación dividida en clases empobrece los rasgos nacionales y es sustituida por entes artificiales como el estado o la mayoría de las instituciones, destinadas no al uniforme reparto de la soberanía, sino a la concentración de la misma en las castas dominantes. La misma libertad se vuelve imposible si no opera sobre un colectivo de igualdad nacional.


La nacionalización a que me refiero puede serlo de suyo, como es obviamente la pertenencia del individuo al colectivo nacional por razón de sangre o de nacimiento, pero esa nacionalización del individuo se refuerza y cobra un mayor sentido con la atribución de dominio sobre las riquezas naturales del país; tener en propiedad colectiva los elementos esenciales de la naturaleza –las energías naturales, las sustancias estratégicas, el aparato monetario y financiero– o todos aquellos bienes que, por su importancia, forman la base para un correcto desarrollo de la libertad e iniciativa individuales, como son la sanidad, la enseñanza, los grandes modos de comunicación, etc. El nacional no solo es, sino que tiene. Nacionalizar consiste, por tanto, en trabar estrechamente las responsabilidades colectivas y las individuales; las aspiraciones generalizadas y la capacidad de todos los individuos para convertirlas en la realidad. Hablo, pues, de un comunismo muy depurado intelectualmente y cargado de noble servicio de los individuos entre sí. Un comunismo del que dice Rudolf Bahro que «no puede consistir en un monopolio partidista». Acerca de todo lo que voy escribiendo creo que nada le daría más relieve que este párrafo, asimismo de Bahro: «Como puede verse, la dinámica de la evolución social se desplaza paulatinamente de la expansión material al desarrollo de la subjetividad humana, esto es, de las grandes necesidades de tener y lucir a una vida orientada a la profundización del saber, del sentir y del ser humanos. De ahí arranca la posibilidad de una gran alianza de todas las fuerzas y corrientes empeñadas en sacar a los hombres de su encarcelamiento en unas compulsiones cósicas que ellos mismos han creado. Así, los comunistas deben, por ejemplo, contar en lo que hace a esta cuestión, con las últimas evoluciones del movimiento cristiano. Se va generalizando la idea entre los intelectuales cristianos de que el materialismo histórico de Marx resulta un instrumento imprescindible para facilitar una transformación profunda de los modos de conducta. A su vez, los marxistas captan la relevancia actual del principio ético motivador contenido en el Sermón de la Montaña de Jesucristo». De todo ello participó con buena voluntad y certeza.


Cuando hablo de nacionalizar la nación, lo hago, pues, desde mi repetida postura de restaurar lo que nos determina en profundidad como seres integrales: tener a la vez democracia y libertad, poder e igualdad. No sé en qué derivará dentro de doscientos o trescientos años el hombre de hoy, metido, como afirman unos humoristas de la Asociación Eritia, en «La máquina de las albóndigas», pero hoy por hoy el ser humano ha resistido siempre en su intimidad a la desnaturalización que persiguen todos los imperialismos, el último de los cuales es la globalización, verdadera máquina de picar carne. Prueba evidente de lo que digo es el entusiasmo expresado en las manifestaciones sobre la identidad, entusiasmo que alcanza aún una mayor profundidad que las protestas sobre cuestiones fundamentales y urgentes como las que reclaman empleo o servicios imprescindibles. La identidad es el único gran lujo de los pobres, de los oprimidos, de los que antes, y quizá ahora, de nuevo, constituían la gleba. La identidad es la forma más accesible de la dignidad, alfa y omega de la existencia humana.

Nacionalizar la nación es recuperar la gran herencia que hizo de todos nosotros algo sólido y singular. Nacionalizar la nación equivale a devolverle la soberanía a una ciudadanía que vive sin disponer de su propia voluntad para acceder a una vida que desea, al ser real que está impreso en el espíritu. Porque sin disponer de esa realidad, ¿qué somos? Me complacería mucho que los jóvenes políticos que ahora están levantando la losa sobre tantas cosas liquidadas, al menos epidérmicamente,  por un poder sin vida, se dieran cuenta de que quienes hablamos así de la nación lo hacemos ante todo de su soberanía, ya que los programas redentores con que tratan de conmovernos cotidianamente quedan en nada si nuestro ADN nacional sigue hibernado en el gran refrigerador de un estado explotador. Nacionalizar la nación no equivale siquiera a tenerla entre los dedos, sino a sentirla en toda la inmensa extensión de las emociones. Creo en las emociones; al menos no se les puede negar su esencial función de motor de arranque. Los años me han demostrado que cuando la razón se va oscureciendo por obra del tiempo, las emociones siguen operando con una fuerza recrecida.


Un amigo de quien tomo lección no pocas veces me decía que esta tesis mía sobre la nación podía provocar una inmovilidad esterilizante. Es persona de profunda formación y cree, si le he interpretado bien, que sacralizar la nación suscita el peligro de incurrir en una unicidad intelectual y política con riesgos evidentes para la necesaria dinámica social. Creo que esto hay que aclararlo aunque sea de pasada. Cuando apunto con reiteración hacia la importancia radical de la nación no propongo que tal tipo de nacionalismo –porque hay otros muy superficiales– esté subrayado por el inmovilismo. Ni muchos menos. Yo concibo el protagonismo de la nación como un marco en cuyo seno ha de potenciarse, precisamente, la solidaridad étnica y cultural, que dinamice con lealtad el intercambio de pensamiento real en todas sus posibles formas y modos. Antes me referí ya a que el nacionalismo ha de tributar al tiempo como sucede con todos los grandes idearios. Incluso los religiosos. Como cristiano creo que Cristo nace todos los días. Me parece respetable que el incardinado en el cuerpo nacional crea que esta incardinación sería terminantemente antidemocrática si no contuviese la energía del movimiento ideológicamente perpetuo. Lo que repito con cierta terquedad es que todo contraste de opiniones ha de protagonizarse por los contendientes con las mismas armas. En tal sentido, mi nacionalismo no es una postura sobre determinados problemas o cuestiones, sino que supone la plataforma sobre la que ha de producirse el encuentro. En el Estado español se opina que la plataforma radica en sus instituciones, lo que hace de su nacionalismo una agresión permanente, pues al pertenecer ese Estado a una minoría y no realmente a una nación la rigidez del debate lo falsifica de raíz.

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