Ni de derechas ni de izquierdas
En tiempos de quintos y sextos, Valentín Solagaistua y yo mismo protagonizamos un enfrentamiento dialéctico en el Centro Vasco de Caracas que los informantes locales del PNV y el Gobierno vasco celebraron exageradamente: «se han dado de lo lindo entre ellos», le escribió regocijado el secretario de la institución a Manuel Irujo. En realidad, la divergencia había sido bastante suave: dijo Valen que el PNV era la burguesía vasca, y yo le recordé que él, criado en el Puerto Viejo de Algorta, tenía que saber que la auténtica burguesía vasca era, por abreviar, la negurítica, partidaria y beneficiaria del golpe franquista. Lo(s) del PNV era otra cosa, podían ser moderados, conservadores, pequeño-burgueses y no tan pequeños, pero en ningún caso «la burguesía vasca» y, desde luego, perdedores y damnificados por haberse alineado junto a la causa republicana. Sucedía esto, para situarnos, poco después del Proceso de Burgos 1970, y tal vez debería haber introducido en ese debate la noción de oligarquía y aristocracia para que no quedaran dudas, pero a aquel coloquio promovido por Xabier Leizaola, el más aperturista de los dirigentes jeltzales locales, tampoco se le exigía tanto. Era un tiempo en el que, a decir de Txillardegi, no pocos etarras habían relevado con similar fe el compromiso cristiano por el credo marxista. Era el tiempo en el que algunos defendían en ETA la lucha de masas como la alternativa a una lucha armada apenas sugerida; era tiempo para un internacionalismo que casi nunca traspasaba las fronteras peninsulares. No hace mucho, Bikila, un militante admirable, atribuía a la estrategia armada de ETA el fracaso de nuestras izquierdas, y me quedé con ganas de preguntarle por lo qué pasó con las izquierdas españolas revolucionarias que no padecieron la lucha armada.
Entonces no había reparado suficientemente en lo que interioricé más tarde con la ayuda de Xabier Erauskin –siempre muy interesado en el tiempo del «primer franquismo»– cuando escribió: «lo que en el resto del Estado español constituyó un evidente triunfo del fascismo y las derechas oligárquicas, aquí se conformaría sobre todo como la victoria de los confabulados en raer de la faz de la tierra el espectro de una Euskadi independiente y libre. Y por eso en nuestra tierra, en el bando de los represaliados se encontrarán atípicamente, junto a la masa de un pueblo que se defiende, a algunos como los Sota, Horn, Camiña, Epalza, Aburto, Gorbeña, Chalbaud…; a cientos de sacerdotes desterrados y represaliados con el propio obispo Múgica a la cabeza; a personas de indudable tendencia conservadora». Y añadirá Xabier: «Son estas particularidades las que también van a conformar en Euskadi una posguerra con connotaciones diferentes a las del resto del Estado español». Aprovecho la ocasión para recordar que esta parte de la historia es de todos los patriotas vascos, y que la izquierda abertzale, tentada a pensar como dijo Koldo Michelena que todo empezó en el 68, haría bien en tenerla también como propia.
En los medios abertzales que yo he conocido, cuando alguien se refería a la derecha, se pensaba en los franquistas y sus descendientes, en los «fachas». Cuando Andoni Ortuzar dice ahora que su partido ha parado a la derecha española, algunos lo entendemos así, independientemente de que parezca exagerado u oportunista. Para contestarle, ha defendido el difusor por televisión de noticias y comentarios Vicente Vallés que el PNV es un partido democristiano y representa a la burguesía vasca: debe ser que a Garamendi y los suyos no los tiene por vascos, o por burgueses. Cierto es que el PNV tuvo mucho que ver en la creación de la Democracia Cristiana Internacional, pero también lo es que lo expulsaron de ella por exigencia del partido de Aznar y su dinero. Recién nombrado en 1980 presidente del EBB, Xabier Arzalluz describió al PNV como un partido atípico, difícil de etiquetar, interclasista, ausente en él el gran capital y con un amplio abanico social en sus afiliados: pequeños y medianos empresarios, comerciantes, empleados, profesionales, campesinos y obreros, «mayoría de población trabajadora». Exigido a precisarlo en una definición, añadió que «es un partido socialdemócrata, de tipo europeo, en el aspecto social y económico, y un partido democristiano en cuanto que estamos, en otros aspectos, por un modelo de sociedad cristiana, aunque el partido no sea confesional». Lo de partido socialdemócrata le valió entonces una fuerte contestación por parte de los sabinianos de Anton Ormaza y de los bultzagiles de Anton Irala. Unos años más tarde, la neonata Eusko Alkartasuna se hizo con el adjetivo, y el PNV, que se movía en el centro con gran comodidad, no lo reclamó.
Se acababa de aprobar el Estatuto de Gernika, y al PNV, con una izquierda abertzale ausente en la toma de decisiones, le correspondió luego diseñarlo, llenarlo de contenido, de responsabilidades, y de todo lo que representaba su condición de partido hegemónico: presupuestos, cargos en gobiernos, diputaciones, Juntas Generales, ayuntamientos, empresas asociadas, Cajas, etc., muchas responsabilidades, y muchos sueldos. Cierto es que los resultados electorales de la CAV siguen hoy reflejando en el PNV una base social popular, no muy alejada de la que Arzalluz describía, pero a sus dirigentes no les ha pasado desapercibido que la militancia actual tiene poco que ver con aquella: antes la gente venía a dar, y ahora viene a pedir, les he oído decir a algunos de sus dirigentes más veteranos. Ha cambiado su militancia, han cambiado sus cuadros, se ha convertido en un partido gestor: «nos hemos acostumbrado a mandar y gestionar», ha dicho Joseba Egibar en el mismo veraniego escenario de Zarautz en el que Andoni Ortuzar ha dejado claro que su partido no se va a dejar etiquetar, «ni izquierda, ni derecha». O sea, de derechas, se decía antes.
Tampoco es fácil saber de momento de qué izquierda hablamos cuando nos referimos a la de EH Bildu, esa que el lehendakari Urkullu ha bautizado de socialismo extremo. No hace mucho, una destacada ex militante de ETA dijo en "Argia" que a Sortu la veía ideológicamente más cerca de EA que de HB, o sea, socialdemócrata. Alianzas y práctica política de la coalición podría apuntar a ello, y no falta quien la ve demasiado cómoda en la centralidad, en las redescubiertas instituciones, en la moderación, como si quisiera hacerse perdonar deudas que no le son atribuibles y que, se ponga como se ponga, se las van a endilgar; no falta tampoco quien la ve demasiado ausente de la calle. Ante quienes así piensen, Urkullu le ha hecho un favor al tacharla de contrapoder, de agitadora, de falsamente moderada y buenista. A su decir, en el Parlamento Vasco aparenta moderación y en privado se dedica a agitar el avispero, a movilizar a colectivos sociales para «acosar y desgastar» a su Gobierno. Si así fuera, no estaría sino haciendo lo que se espera de un partido que dice tener un modelo que aspira a desnudar el neoliberalismo rampante. Lo que resulta menos explicable es que el presidente de un Gobierno atribuya su desgaste a la estrategia de una central sindical como ELA, que ha dado más que sobradas pruebas de no casarse con nadie, de mantener una línea coherente que traspasa coyunturas y liderazgos. Se habla de cambio ciclo, pero algo más que eso parece adivinarse en un futuro próximo en el que lo único en lo que todos parecen convenir es en que se va a parecer muy poco al pasado.