Ni un paso atrás, faxismoaren aurka
En la mañana del 3 de mayo, el gaztetxe de Irun conocido como «La Kaxita» apareció cubierto de pintadas y pegatinas con mensajes como «fuera degenerados», «white boys Irun», «stop LGTBI» o «no os dejaremos dormir», junto con simbología neonazi, incluyendo una esvástica y un «88» que representa el saludo «Heil Hitler». Lo sucedido en este centro social y cultural, que da apoyo a personas migrantes y donde confluyen el colectivo LGTBIQ+, grupos feministas y otros espacios de lucha, no se trata de un caso aislado. Desde enero de este año, ya son varias las ocasiones en las que nos hemos encontrado con este tipo de acciones en Irun. De hecho, «La Kaxita» ha sido atacada en siete ocasiones. A estas alturas esta clase de episodios deberían ser catalogados como una oleada más amplia de violencia organizada.
Todo esto se suma al hecho de que, en los últimos tiempos, Euskal Herria ha sido escenario de una inquietante intensificación de acciones por parte de grupos de extrema derecha, una amenaza que sería un error de cálculo político seguir considerando como algo simplemente marginal o ajeno a nuestro contexto. A este tipo de actos se suman otros episodios alarmantes que se han ido produciendo en nuestro entorno. En marzo de 2024, la sede del Mugimendu Sozialista en Bilbo fue objeto de pintadas con simbología nazi y amenazas explícitas. En febrero, un comerciante de origen marroquí fue brutalmente agredido en Amurrio por un grupo vinculado a ideologías neonazis, lo que le provocó lesiones de gravedad. En diciembre de 2023 y enero de 2024, se registraron sendas agresiones en Bayona y Biarritz motivadas por el odio racial. Por no hablar de la operación «Amanecer Blanco», desarrollada en noviembre de 2023, que desmanteló una célula fascista con presencia en Bizkaia y Nafarroa, incautando armamento, literatura nazi y planes de atentado dirigidos contra colectivos migrantes y feministas.
Estos hechos no son excepcionales ni brotes espontáneos, sino síntomas de una realidad actual de la extrema derecha a través de distintos procedimientos de intervención. Por un lado, la violencia directa, física y simbólica. Por otro, la infiltración ideológica en sectores sociales y culturales. Y finalmente, la legitimación institucional, pasiva o activa, que adopta sus marcos discursivos. Nos enfrentamos a una extrema derecha que en sus diferentes formas actúa como instrumento del capital en crisis y articula su hegemonía canalizando el descontento popular hacia las personas migrantes, los movimientos feministas, el ecologismo radical, desviando así la crítica de raíz al sistema capitalista responsable de la precariedad, el saqueo ecológico y la miseria social.
Sin duda, uno de los aspectos más peligrosos de este fenómeno es la normalización de su retórica. Aunque la representación institucional directa de la ultraderecha en Euskal Herria sigue siendo muy limitada, sus ideas están penetrando progresivamente en capas sociales que no necesariamente se identifican con organizaciones de extrema derecha, pero que asumen sus argumentos por contaminación mediática y por el falso alarmismo institucional. Así, el discurso del «efecto llamada», la «invasión migrante» o el bulo de que las personas extranjeras acaparan ayudas sociales ha sido asumido incluso por partidos de la derecha tradicional y por ciertos medios de comunicación hegemónicos. Una deriva que termina manifestándose en decisiones administrativas concretas. Por ejemplo, en 2023, el Ayuntamiento de Bilbo denegó la cesión de un espacio municipal a una campaña de apoyo a personas migrantes y en Donostia, se prohibieron las cenas solidarias en la Parte Vieja con argumentos de orden público, poco después de una manifestación en su contra en la que participó el PP local.
Frente a esta narrativa tóxica, es urgente contraponer datos rigurosos. Según el Observatorio Vasco de Inmigración (Ikuspegi), la población extranjera en Hego Euskal Herria representa un 12,7% del total. Su tasa de criminalidad, lejos de ser superior, es similar o inferior a la media poblacional. Además, el 20% de la población migrante se encuentra en situación de riesgo de exclusión social, frente al 4% de la población autóctona. Este dato desmonta otra falacia habitual, la de que las personas migrantes abusan de los servicios sociales. De hecho, según datos del propio Gobierno Vasco, el 72% del fraude en ayudas sociales se concentra en Bizkaia, pero sin correlación directa con la población migrante, pues los fraudes provienen mayoritariamente de personas nacionales.
Ahora bien, la extrema derecha no solo actúan en las calles y en las instituciones. Está ganando terreno también en el imaginario colectivo, en redes sociales y en grupos vecinales. Proliferan canales de Telegram y grupos de WhatsApp donde se promueven linchamientos públicos, vigilancias vecinales y convocatorias para «limpiar» barrios de personas migrantes bajo el pretexto de la «seguridad». Mientras tanto, los grandes medios de comunicación reproducen marcos alarmistas: exageran casos aislados de violencia, invisibilizan las agresiones racistas y los feminicidios, y ofrecen altavoces a discursos abiertamente xenófobos en nombre del «pluralismo».
Este fenómeno encaja con lo que Antonio Gramsci definió como «guerra de posiciones», una batalla cultural en la que se disputa el sentido común. Hoy, la extrema derecha está ganando terreno en esa guerra, produciendo lo que podríamos llamar una «fascistización del sentido común». Es decir, la naturalización de valores como el autoritarismo, el racismo, la misoginia o la securitización, como si fueran de sentido común, como si fueran verdades evidentes y neutrales. Es esta colonización ideológica, más que la estética violenta o los desfiles con banderas, la que constituye el mayor peligro.
La extrema derecha no se fortalece sola, se nutre del vacío de una pseudoizquierda totalmente institucionalizada incapaz de ofrecer respuestas estructurales a las crisis del capitalismo contemporáneo. La precariedad generalizada, la especulación inmobiliaria, el colapso ecológico y el deterioro de los servicios públicos no encuentran respuestas transformadoras por parte de quienes dicen representar al pueblo trabajador. Este desamparo es aprovechado por las nuevas formas ultraderechistas para prometer seguridad, orden y control, precisamente lo que el capital necesita para sostener su dominación en tiempos de inestabilidad. De ahí que no sea suficiente con denunciar a la extrema derecha como anomalía, es necesario desenmascararla como engranaje del poder, como reacción organizada frente a cualquier atisbo de emancipación colectiva.
En este contexto, la lucha antifascista debe ser integral, militante y radical. No basta con condenar agresiones o denunciar bulos. Hay que construir poder popular desde abajo, desde los barrios, los centros de estudio y los centros de trabajo. Hay que reorganizar la resistencia con una perspectiva anticapitalista, feminista y ecosocialista, articulando redes de apoyo mutuo y defensa frente a los ataques, y disputando la hegemonía cultural a los discursos del odio. El antifascismo no es una consigna abstracta ni una cuestión de memoria, es una práctica política urgente en defensa de la vida digna y del horizonte socialista. Euskal Herria, con su larga trayectoria de resistencia, tiene la capacidad de convertirse de nuevo en un referente de organización popular frente a la barbarie. Solo mediante una intervención colectiva, crítica y transformadora podremos frenar el avance de todas las expresiones de extrema derecha y sembrar las condiciones para una ruptura con el orden capitalista que las sustenta.
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