No hay otro camino
No tengo reparo alguno en manifestar que tras el 21A, me hubiera ilusionado que el «ambiente» político permitiese abrir la puerta de los diferentes despachos y mostrar al exterior el contenido de las carpetas que dicen: «Proyecto estratégico».
No ha sido así, hemos hecho camino y mucho, pero no el que era necesario, y algunos lo lamentarán durante bastante tiempo.
La razón, quizá estemos ante lo que algunos vienen en llamar «segunda transición», y esta debiera madurar, es posible, aunque no debe olvidarse que han transcurrido décadas, en las que tanto el PSOE como el PP, han ido rotando como inquilinos en La Moncloa, y ni unos ni otros han mostrado la capacidad e inteligencia necesarias para resolver la «ecuación de incógnitas múltiples» que dejó sin resolver la muerte del dictador Franco.
Es de suponer que las razones y argumentos que se pueden esgrimir varían en función de la óptica política, yo me inclino por abordar el sempiterno inmovilismo −sin duda– producto de la debilidad ideológica.
Vaya por delante que soy de los que defienden que hay valores que no se pueden negociar sino defender. Valores que con frecuencia se falsean en programas y discursos políticos, que hoy se diluyen en retóricas y sermones, más propios de sotanas y seminarios.
Todo se magnifica sin motivo, desde hace algún tiempo, no se oye otra cosa, que alabanzas a la política de consenso. En mi opinión no hay sinceridad en todo ello, porque no puede afirmarse que las mayorías absolutas resulten –en sí mismas− asfixiantes y deban conducirse siempre con un talante exclusivo e imperativo. Del mismo modo que no es cierto que el consenso derive indefectiblemente en una sociedad más libre y respetuosa.
La búsqueda de consenso puede dar estabilidad a un régimen, a un gobierno, es cierto. Puede también comportar una mayor flexibilidad en el reconocimiento de voces ajenas, incluso abrir ventanas a expresiones, miradas y proyectos minoritarios. Pero también lo es el riesgo de diluir valores e ideologías en la indiferencia, concluyendo que las minorías gobiernen como si no lo fuesen.
No son las únicas reflexiones que sobre el consenso y sus aplicaciones pueden desarrollarse. También cabe el riesgo de ignorar el núcleo ideológico de los programas políticos, que son –de hecho− quienes reciben la confianza y el mandato de la ciudadanía, convirtiéndolo en un negocio malsano de «librecambio» de votos, anulando el deseo expreso de los votantes. Ese, también es un riesgo evidente.
Porque, nunca debiera olvidarse que un partido político es un «canal de opinión público», que solo hace justicia a su electorado si respeta el programa. No cuando lo pasa por una batidora con la intención de obtener un «puré» válido para consensos.
Es evidente que en una sociedad plural resulta conveniente −incluso necesario− mantener abierto el espíritu de diálogo y respeto a la diversidad de toda índole, tanto política, como social y cultural. Pero también es cierto que la filosofía del consenso no debiera desnaturalizarse, no debiera servir de lanza para sacar de la escena a los adversarios que defienden su programa y sus convicciones mediante procedimientos democráticos. Y les recuerdo que algo de eso hemos visto el pasado 21A...
Y es que, la democracia es el régimen basado en el ejercicio público de la razón, nunca la manipulación insidiosa de la realidad, a la que por desgracia estamos tan acostumbrados.
La democracia aplicada en el Estado español deja mucho que desear y lo demuestran tanto unos como otros, cuando desde Madrid, el mensaje que nos hacen llegar dice que «nosotros los vascos» pretendemos subvertir el consenso de «su» democracia, mediante la abolición del principio de soberanía nacional.
Es por eso que nosotros, «los moradores de las regiones ariscas» −como fuimos calificados por el dictador Franco− debiéramos tener presente cuál es nuestro credo, ser claros y determinantes, y exponer con nitidez qué es exactamente lo que nos proponemos, qué queremos.
Porque, el arte de la política no tiene que ser el arte del camaleón. En democracia «todo» no tiene por qué ser negociable. Existen principios que no pueden dejarse de lado, que son soberanos
No debiera ser difícil comprender la existencia entre diferentes, también antagónicas razones, en el debate sobre la reforma de los Estatutos y la Constitución.
Lo políticamente sano y cabal, reside en establecer si lo que pretendemos es desarrollar una profunda actualización de la Constitución y sus «derivados autonómicos» o dada la delicada situación, el objetivo es «jubilar» a los Borbones.
No se trata, pues, de un debate entre reformistas e inmovilistas, es otra situación muy distinta. Al contrario de lo que el Estado español hizo en Catalunya, debe darse curso a la palabra, medir las razones, argumentar con serenidad.
También es cierto que, aunque los parámetros ideológicos que hoy delimitan el quehacer político de la derecha española, es decir, el PP y sus acólitos, hoy sustancialmente «filtrados» por los resquicios de un franquismo camino de la marginalidad, irán debilitando sus ardores.
Una derecha española que deberá reconciliarse con la democracia, aprender a hacer política y activar un proyecto constructivo del que siempre careció.
En estas circunstancias sería escasamente inteligente, tratar de manipular emocionalmente a la opinión pública, con la utilización narcótica de un salvaje «vertido» mediático.
Nadie sabe cuando se darán las condiciones objetivas para ello, pero antes o después se darán y volverán a sentarse quienes deban hacerlo en su momento.
No hay otro camino.