Maitena Monroy
Profesora de autodefensa feminista

Nosotras trabajamos para construir la paz

En un vídeo reciente preguntaban a soldados israelís cuál era su sueño, a lo que contestaban: «arrasar, aplastar, someter y borrar Gaza». Masculinidad y violencia son un binomio cultural de legitimación a la resolución de los conflictos en lo micro y en lo macro buscando la dominación combinada con el máximo de daño gracias a la deshumanización de la otredad. Una violencia que nunca puede ser entendida ni como natural, ni como un derecho, sino como un ejercicio de crueldad desde el privilegio. Si aceptamos la premisa de que las guerras son la máxima expresión de la violencia patriarcal, cobra todo el sentido que el feminismo haya estado vinculado con una posición política de desmilitarización. Si, además, uno de nuestros ejes centrales de trabajo es erradicar la violencia contra las mujeres, cobra aún más sentido dicho posicionamiento político.

Se podría pensar que solo desde una postura esencialista o de asignación patriarcal de los cuidados de la vida se puede sostener la necesidad de trabajar desde el feminismo en la construcción de la paz. El feminismo, como teoría que interpela la realidad y como movimiento que trasgrede el orden social de género, no puede quedar en silencio frente a una realidad que aplasta la vida humana. Igual que reivindicamos a las víctimas frente a una narrativa patriarcal que les niega su propia existencia y, por extensión, el derecho a exigir reparación, no podemos tener miedo a que nos acusen de esencialistas o de reforzar los mandatos de asignación patriarcal, sino que tenemos que argumentar por qué somos antimilitaristas y por qué defendemos una resolución no violenta de los conflictos. Defendemos el derecho no solo a la existencia, sino a la buena vida y, para ello, unos métodos de transformación social, no bajo la lógica belicista y patriarcal de qué vidas son merecedoras y cuáles no.

No somos las únicas que podemos hablar de ello, pero desde luego, no podemos quedar invisibilizadas en los procesos donde se tienen que dirimir todo lo que afecta a nuestras sociedades. Las guerras, los genocidios y la violencia machista tienen una interconexión en la que las mujeres queremos dejar de ser sus víctimas y ello no es posible sin desarmar la masculinidad (B. Ranea) y su legítima violencia. La masculinidad genera una perfomance real que entraña numerosos peligros para los propios hombres desde conductas de riesgo hacia sus cuerpos, pero también hacía los cuerpos ajenos, sobre los que pueden expresar toda sus frustraciones y venganza. Quienes programan las guerras necesitan de esa legitimidad en pos de una supuesta seguridad, a veces, incluso apelando a la necesidad de «salvar» a las mujeres. No es responsabilidad solo de la masculinidad; todas las personas contribuimos al mantenimiento de la industria de la guerra con una cultura que vende la violencia como ocio y diversión y que pone en valor la aniquilación por tierra, mar y aire.

Las mujeres debemos ser agentes en la resolución de los conflictos, y el feminismo debe poder tener voz, o voces propias, sobre cómo articular la convivencia, sobre cómo construir una vida libre de violencias.

Cuando realizamos cualquier acción debemos de integrar el objetivo de la misma, cómo va a operar en el contexto, qué cambios va a producir, a quién va a beneficiar.

Hace unas semanas, Marcela Lagarde, feminista que ha aportado tanto a la comprensión de la violencia patriarcal, sufrió un intento de cancelación en la Universidad Complutense. Confundir el ejercicio de desobediencia civil con el ataque a pensadoras que están participando como tales en un espacio universitario que debe de promover el debate, no es sino una imposición y un intento de cancelación de la base del feminismo, el pensamiento crítico. Leía un tweet de Ana De Miguel sobre lo ocurrido en la Complutense, en el que señalaba la impotencia acerca de que no podemos defendernos de estos ataques. También leía que «la norma del pacifismo en el feminismo es una losa», confundiendo propuesta de desobediencia con la «no acción». Lo que no podemos es entrar en unas reglas de juego patriarcales a las que les gustaría que nos doblegáramos. El título con el que abro este artículo es de una frase de M. Lagarde que supone una declaración de desacato frente a un modelo belicista, de batallas, de vencedores y excluidas.

No podemos obviar que en muchas ocasiones la resistencia y la desobediencia civil han sido señaladas como actos de violencia por el poder. La ocupación de los pasillos de hospitales para exigir el derecho al aborto en la sanidad pública, la ocupación de las calles, las movilizaciones contra la violencia, le asustan a un poder que no sabe traducir, salvo a su lenguaje belicista, cualquier acción que desobedezca su dominio. Si creemos, y desde ahí me posiciono, que el feminismo sirve para cambiar la vida de todas las personas, que nos enriquece y configura un desmantelamiento de las relaciones de género, eso implica definir también las estrategias y los medios. La imagen de encapuchadas en la Complutense podría representar dos escenarios, uno en el que los y las activistas trans deben preservar su rostro por el riesgo de persecución y, un segundo, de búsqueda de intimidación, pero asegurando la impunidad. Me inclino por este último en el que no se pretende ningún debate, no hay argumento, solo repetición de eslóganes silenciando cualquier oposición.

Me preocupa no el hecho aislado, sino la repercusión y defensa, por parte de destacadas activistas trans, de dicho acto, desde la exigencia de pago a M. Lagarde, hasta la advertencia de la caída de las vacas sagradas del feminismo. Nunca creí en lo sagrado, ni en el dogma, ni en la posibilidad de transformar con las mismas armas del patriarcado (Lorde); la exclusión, el silencio, la cancelación, la intimidación y el ruido por encima de la argumentación.

No es esencialismo o naturalización, sino una propuesta política civilizatoria y de convivencia. Ser disidente de género no es adscribirse al privilegio del dominador, sino romper con el mismo.

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