Nunca te olvidaremos
Supongo que la efeméride ha pasado más bien desapercibida, pero hace ahora 50 años vivíamos bajo los dictados del último estado de excepción. No era la primera vez ni mucho menos. De las nueve excepciones que firmaron los poderes franquistas, ocho recayeron de una forma u otra sobre Bizkaia y Gipuzkoa, dos territorios que entre 1937 y 1968 cargaron con el estigma oficial de provincias traidoras. La cosa tiene su guasa, pues es complicado suprimir las garantías allí donde el pleno derecho no fue más que una posibilidad recóndita. Con excepción o sin ella, las fuerzas de desorden público siempre camparon por sus respetos sin rendir cuentas ante nadie.
Hace hoy medio siglo, el pueblo de Ondarroa celebraba los funerales de Koldo Arriola. El chico tenía apenas 19 años y había salido a cenar con otros estudiantes de COU al restaurante Ametza. Aquella madrugada, salía de la taberna Irrintzi y habría llegado al Club 34 si al pasar por la calle San Inazio un centinela de la Guardia Civil no lo hubiera mandado entrar al cuartel. Los demás bachilleres, que venían cantando, escucharon el disparo de un subfusil y vieron a Koldo Arriola saliendo del edificio, dando sus últimos pasos y desplomándose como un ternero bajo el mazo de un matarife.
A la mañana siguiente, cuando todo el mundo en el pueblo ya estaba enterado del crimen, Zelestina Arriola caminó hasta el cuartel para preguntar quién había matado a su único hijo. El teniente improvisó la historia de un inoportuno forcejeo y explicó que Arriola se había liado a trompazos con un uniformado. Según la versión autorizada, el agente acorralado quitó el seguro por accidente y disparó al chaval a la altura del corazón. La madre chilló, eso no se lo creen ni ustedes, asesinos, más que asesinos, y los hombres del cuartel hubieron de aguantar el tipo en un avergonzado silencio.
El pueblo de Ondarroa quedó mudo y afantasmado, con el duelo reciente y las persianas gachas mientras la Guardia Civil custodiaba las bocacalles y espesaba el aire con una incómoda extrañeza. Habían llegado por decenas en jeeps y autobuses y se dejaban ver por los portales, vigilantes tras los árboles, con las bocas de los fusiles dispuestas a escupir fuego en cualquier instante. Pero el cortejo fúnebre avanzó en sigilo, al son sepulcral de las pisadas, y daba la sensación de que todo el pueblo estaba allí, recuperando las calles, abrigando a la familia y expresando sin palabras lo que hubiera querido decir a gritos.
Pese al terror policial, hubo gestos desobedientes. Hubo pancartas. Las autoridades habían dado la orden de mantener el ataúd clausurado a cal y canto, pero alguien desafió la prohibición y abrió la caja para fotografiar el cadáver. Con grandes dificultades, la imagen franqueó la frontera para poder ser reproducida en libertad antes de regresar en forma de hojas volanderas, carteles clandestinos y panfletos de rabia y ciclostil. La editorial Ruedo Ibérico, desde las afueras de París, identificó a Pedro Rodríguez, el autor del disparo, un muchacho de 24 años que tenía fama de sobrado y que iba a terminar absuelto de toda culpa por la Capitanía General de Burgos.
Todo esto lo sabemos porque hubo escribanos que asumieron la molestia de recoger impresiones, documentos y estampas de un tiempo que ya no existe pero cuyas huellas aún nos interpelan. Estoy pensando en Imanol Oruemazaga, sacerdote obrero de Kaminazpi, que fue sancionado por apartar de la vista las banderas rojigualdas del altar mayor durante los fastos de la patrona de la Benemérita y que terminaría pagando su audacia en la prisión concordataria de Zamora. Contaban los pasquines que la Guardia Civil lo había tenido encerrado una semana durante el estado de excepción. Cuando lo soltaron, unos descontrolados ametrallaron la puerta de su casa.
Tres días después de aquel ataque mataron a Koldo Arriola. Y antes, en la impunidad de la excepción, Frantziska Saizar había fallecido de un estallido cardíaco después de que la Guardia Civil de Ondarroa derribara la puerta de su domicilio en busca de su nieto Andoni Saizar. No hubo investigación ni autopsia. Tenía 86 años y hasta 2008 ni siquiera trascendería su nombre. Permaneció en la sombra de la historia sin honor ni reconocimiento, excluida de las nóminas de víctimas y referida a duras penas como «viuda de Leizar». Lo que no se nombra no existe y Frantziska Saizar pasó a ser doblemente inexistente.
Tal vez por eso, y por muchas otras penas que afligieron a sus vecinos, Imanol Oruemazaga asumió la misión de reunir y organizar testimonios que hoy podemos leer para entender remotamente en qué clase de sustrato se hunden nuestras raíces. Eso que llaman posteridad no es más que un lento aprendizaje. Oruemazaga murió llevándose consigo un pedacito de nuestro país pero dejó impreso un libro que lleva en su título el nombre de Koldo Arriola y que nos habla con la voz de sus protagonistas, Joseba Koldo Basterretxea, Pilar Beitia, Estanis Sarasketa, amigos y vecinos que esparcieron la noticia del crimen en un acto de defensa propia y memoria militante.
Abro las páginas de ese libro, recorro con los dedos los jirones de otras vidas y encuentro una fotografía de Koldo Arriola vestido con chaqueta y jersey de punto, la media melena peinada a un lado y la expresión despreocupada de quien no sabe que su juventud quedará interrumpida para siempre. Pienso que por su edad podría haber sido mi padre. Y pienso que sus padres, Luis y Zelestina, tuvieron la edad de mis abuelos pero quedaron huérfanos de hijo, cargando a las espaldas el dolor y un testamento esculpido en mármol: «Koldo Arriola, asesinado por la Guardia Civil en el camino de la libertad el 24 de mayo de 1975. Nunca te olvidaremos. Tus padres».