Julio Urdin Elizaga
Escritor

Ocasionalismo estipendario

Recuperar este olvido consiste fundamentalmente en recrear una memoria a través del desempolvado dato que da fe y origen al evento actualizado por las renovadas condiciones de su resurgimiento o actualización.

Devoto de las fuentes del derecho, consuetudinario y romano, así como de otras tantas fuentes del mismo que escapan a mis más bien limitados conocimientos de la materia por la que regulamos reglando nuestros comportamientos, Javier Enériz nos ha regalado con una interpretación histórica de vascones romanizados malavenidos con el poder godo y dispuestos al pacto con el sarraceno, según conveniencia, que emociona y da cuenta del espíritu básicamente colonizador del animal humano que hunde su sentido en el sentimiento compartido de la horda.

Es una historia fundida con el sentimiento épico de unos y de otros, en cuanto a la gestión del poder local, que tiene como moraleja la excepcionalidad de una permanencia superviviente de antiguos moldes congelados en ese tiempo, sin duración que nunca, en el sujeto empírico, haya existido. Que nuestra identidad primigenia sea vascona, o no, es una cuestión, en primer lugar, de la identidad dada por otros, puesto que uno mismo, sabiéndose quién es, no se pregunta por quién pudiera ser salvo en la conciencia de que algún otro se la haya arrebatado o pretenda hacerlo. Y el tener un anhelo de recuperación identitaria, por lo mismo, tampoco debiera aportar plusvalía ni ventaja alguna respecto de ese otro, al menos si consiguiéramos realizarla desde la natural con-vivencia nunca dada y, debido a ello, tan alejada de todo relato de condición épica. Lo que, por otro lado, hace tan árida, en su atractivo, la elaboración de una historia de lo cotidiano al margen de la trama novelesca, guerrera, amorosa e historicista.

Toda territorialidad es también, en primer término, una apropiación en el imaginario común de aquel lugar donde el grupo crea las condiciones necesarias para una supervivencia. Viniendo a implicar el que cuando el terreno adoptado con tal fin no responde a las mismas, nos echa de su dominio obligándonos a emigrar. Condición de todo nicho ecológico frustrado, generador de un nomadismo de necesidad aprovechado por la interesada analogía de un capitalismo pecuniario, trastocado en la actualidad por falsas promesas de libertad, bajo el eufemismo de «movilidad», amparadas en la mentira de esa universalidad predicada de un mundo de todos, pero a la vez de nadie, como aquel otro de Juan sin Tierra, mencionado por el autor, siempre a expensas, costa y cuenta de toda agrupación que considerada como pueblo no le quedó otra que rebelarse obligándole al pacto y la promulgación de una Carta Magna. Gran Carta que para nuestro autor y en nuestro caso fuera la del Fuero Antiguo, «limitándole el ejercicio de sus funciones» al rey trovador, Teobaldo, lo cual constituyó, «la concesión más profunda y amplia dada nunca por un rey en el occidente de Europa [puesto que] en virtud de esta ‘soberanía popular’, el reino no era propiedad de los monarcas».

El relato que nos ofrece este ex defensor del pueblo de Navarra/ Nafarroako ararteko ohia, vulgarizado como tal para su buen entendimiento por este vulgo del que formo parte, viene a ser una historia del ejercicio del poder desde las instancias que lo dominan. Emperadores, reyes, emires, obispos, caudillos, francos, burgueses, señores, hidalgos y campesinos –siempre al final en la base piramidal–, bien imponiendo o sufriendo la norma de los menos sobre los más. Lo que en modo alguno se trata de un hecho excepcional. Tiene, eso sí, el mérito de relativizar los excesos de relatos posteriores que toman como referencia a la parte por el todo, en su condición purista: la raza, el idioma, el culto a la personalidad, la clase o la casta, etc., dentro de una comunidad reconocida como plural y compuesta por otros muchos elementos en su jerárquica composición. Esto sirviendo lo mismo para un nacionalismo polarizado entre pertenencias de sesgo vasquista y/o españolista. Y lo hace mitificando, e incluso llegando a mitologizar, la importancia tenida por la romanización sobre cualquiera otra expresión del dominio exterior ejercido sobre la comunidad. Cuestión, esta última, muy dada entre amantes y profesionales del derecho y en la propedeútica del mismo. (Al margen de ello, habremos de reconocer, no obstante, que ha sido una gran suerte disponer de ellos para la adecuada defensa de nuestros intereses).

Sin embargo, contar la historia de esta convencional guisa, conlleva, pese a su aparente criticismo respecto de otros relatos, tal vez, la perpetuación de esquemas tradicionales en los que inercialmente nos vemos obligados a desenvolvernos. Por ejemplo, el de un «ocasionalismo estipendario», que ha venido a salvarnos puntualmente del total sometimiento al invasor, sea cual fuere, demostrando una «cuenca» inteligencia en ocasiones de dudoso beneficio para la comunidad, pagana en todos los casos, de este particular «juego de tronos». La historia, contada al modo tradicional, lamarckianamente etiqueta el acontecimiento para su archivo. Y con Derrida a una, habremos de apreciar el que: «En cierto modo, el vocablo [archivo] remite […] al arkhé en el sentido físico, histórico y ontológico, es decir, a lo originario, a lo primero, a lo principal, a lo primitivo, o sea, al comienzo. Pero aún más, y antes aún, «archivo» remite al arkhé en el sentido nomológico, al arkhé del mandato».

Archivar ante y sobre todo consiste en un ejercicio de eventual olvido de lo a-mano recuperable para la memoria. En este sentido, recuperar este olvido consiste fundamentalmente en recrear una memoria a través del desempolvado dato que da fe y origen al evento actualizado por las renovadas condiciones de su resurgimiento o actualización. Lo que da lugar a cuantos «inicios» queramos tener en función de tal o cual acontecimiento elegido. Y el hegemónico seleccionado para los tiempos actuales bajo fórmula de pacto, no es otro que el ejercido por el instrumento de la autonomía creado fundamentalmente para el fortalecimiento del «imperio» como poder real a cambio de un estipendario régimen de contribuciones con Roma, con Aquisgrán, con Córdoba, con Toledo y con lo que nos vaya a venir bajo ocasionalista determinación del dios y los dioses que fueren, sean y vayan a ser. Al fin y al cabo, la visión que Enériz facilita de nuestros acontecimientos históricos parte de la consideración de una raíz vasconavarra como el tropo de una verdad incuestionable, mientras los diversos eventos colonizadores habrían de formar parte de algo así como el accidente de la misma, una cuestión de perspectiva.

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