Juanmari Arregi

Pablo VI, hoy santo, no recibió a los familiares de Burgos

Pues bien, ese papa, Pablo VI, se negó a recibir a una delegación de familiares de los procesados de Burgos (1970) para cuyos hijos se pedían seis penas de muerte y altas condenas

Acaba de conocerse que el papa Francisco ha canonizado a Pablo VI, que, como Juan Bautista Montini, nació en 1897 y falleció en 1978. Al ofrecer esta información el rotativo madrileño “El País” señalaba que «su etapa estaba marcada por la defensa de los pobres y por algunos capítulos que se han revisado, como el de su relación con la dictadura en España a la que se opuso –se llegó a decir que era antifranquista- y pidió repetidas veces terminar con las penas de muerte»

Pues bien, ese papa, Pablo VI, se negó a recibir a una delegación de familiares de los procesados de Burgos (1970) para cuyos hijos se pedían seis penas de muerte y altas condenas. El Vaticano que trató de explicar aquella negativa alegaba, con mucho descaro por mentir, que esos familiares pedían su intervención a favor de la independencia del País Vasco, algo a lo que el Vaticano no podía comprometerse. Las razones de su visita al papa iban escritas en un documento y nada tenían que ver con esas mentiras vaticanas. Quien firma este articulo, sacerdote exiliado entonces, viajó con esa delegación vasca al Vaticano y fue testigo privilegiado tanto de esa negativa de Pablo VI como de la actitud positiva del entonces general de los Jesuitas, el vasco Pedro Arrupe, quien sí recibió a esa delegación y se comprometió a trasladar al Gobierno español el contenido de aquel documento lo que finalmente hizo personalmente entregándolo al dictador Franco.

Como quiera que el papa Pablo VI no recibió a la delegación vasca, sí se preocupó de hacer un gesto. Cuando la delegación se disponía a volver a Euskal Herria, un cardenal que dijo ser enviado por el papa trató de entregar, bendecido por el papa, un rosario a cada una de sus miembros, lo que, por unanimidad, fue rechazado. «No hemos venido hasta Roma a pedir rosarios, que además ya los tenemos y lo rezamos», dijo la madre de un sacerdote, Jon Etxabe, condenado luego en dicho proceso militar. Con ese rechazo, la delegación vasca volvió a casa contenta de que «no nos hemos dejado engañar por el Papa y el Vaticano».

Una vez llegaron a la muga, como portavoz de aquella delegación hice pública una carta dirigida y enviada a Pablo VI y entregada también a la prensa internacional en Roma. La Carta señala que «he vivido esta semana intensamente los problemas y preocupaciones de estas familias vascas, con quienes me une una estrecha amistad. He visto su conciencia religiosa, cristiana y eclesial. He visto en ellas la esperanza de ser recibidas por usted, a pesar de haber venido en contra de la voluntad de sus propios hijos encarcelados. Estos les habían dicho que no pidieran nada a la Iglesia ya “la Iglesia está unida a los poderosos”. Temo que las madres que han estado aquí en Roma, como el pueblo vasco que sufre, se confirmen en esta tesis…»

Tres razones esgrimí en esa carta en nombre de la delegación vasca para explicar el rechazo de los rosarios enviados por el papa. La primera «porque dudaban de su procedencia. No les cabía en la cabeza que el papa pudiera responder de esa forma, sin unas palabras suyas, hasta el punto que se preguntaban si «se habría enterado el papa que queríamos estar con él. No habrá quedado todo en la Secretaría de Estado?». La segunda «porque, de proceder del papa, no consideraban signo suficiente de solidaridad. Ellas eran muy conscientes de por qué se habían desplazado hasta Roma… «no venían a pedir compasión, ni a pedir clemencia para sus hijos, venían como cristianas y miembros de la Iglesia, a pedir al papa una palabra de verdad, justicia, libertad sobre nuestro pueblo vasco y en especial ahora sobre el próximo juicio militar a celebrar con sus hijos, basado en su mayoría en declaraciones conseguidas por la tortura». La tercera razón del rechazo de los rosarios era «mostrar su decepción y disgusto por no haber sido recibidas por Usted».

Tras recordar su incomprensión por no recibirles cuando ese  mismo día lo hacía con Gromyko, embajadores y otras personalidades, en mi carta le decía al Papa: «ellas han marchado y esté seguro que ya no volverán, y, si alguna vez otras personas quieren venir, les dirán ellas mismas que es perder el tiempo. ¡Qué pena, pero qué verdad!».

Es precisamente lo que yo mismo dije a estos familiares cuando me pidieron acompañarles al Vaticano por la experiencia que yo mismo había tenido en Roma, en noviembre de 1968, como delegado de los curas que ocupamos el seminario de Derio. De ahí que en esa carta añadiera que «estos días que he tenido que moverme por la Secretaría de Estado he sentido en lo más profundo de mi ser mi pertenencia a otro mundo distinto donde hay otro lenguaje y costumbres totalmente distintas. Ciertamente no me he sentido en mi casa, sino que me he encontrado tan lejano y extraño como podría sentirme en la Secretaría de una potencia política.. que como tal mantiene relaciones con los poderosos...».

Aquella carta al papa Pablo VI, ahora canonizado, concluía así: «No me extraña Pablo VI que se encuentre prisionero de unas tradiciones, de una diplomacia, de unos concordatos, de unos monseñores... Mi deseo como cristiano sacerdote es que pueda romper esas cadenas para que la palabra de Dios `pueda ser predicada con total libertad... Mi saludo fraternal que hubiera querido hacerlo cara a cara…»

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