Jose Mari Esparza Zabalegi
Editor

Paso corto, mirada larga

Navarra sigue siendo, como la definió Manuel Irujo, «el Ulster vasco». La separación institucional de 1978 nos dejó bajo las patas de los caballos y nuestra pequeña burguesía vasquista, que la había, fue fagocitada por los partidos españolistas en sentido inverso de lo ocurrido en Araba.

Con la edad, uno acaba analizando las elecciones más con los catalejos de la historia que con la lupa de lo inmediato. Somos un pueblo antiguo, en lucha permanente contra la asimilación, y con una clase trabajadora que sigue siendo vanguardia en conquistas sociales. Si estas dos premisas han salido fortalecidas o no, es lo que me parece más relevante de la lid electoral. Y creo que tenemos motivos para estar contentos.

Que en pleno rebrote europeo, las derechas españolas estén desapareciendo del territorio vasco y catalán, es un fenómeno grandioso. Sobran en nuestra tierra. Que el voto de Vox se concentre en barrios de militares y cuarteles de la Guardia Civil explica muy bien la esencia de nuestros ocupantes. Y que Navarra sea el único lugar del Estado en que las derechas vayan juntas a las urnas, es prueba de nuestra excepcionalidad. Contra las memeces que siempre han dicho los politólogos españoles, de diestra y siniestra, tildando al nacionalismo vasco-catalán de reaccionario y carca, lo cierto es que donde hay abertzales desaparece la ultraderecha. Los votos progresistas de Catalunya y Euskal Herria salvaron a España, una vez más, de la marabunta facha.

En nuestra tierra, el voto español es un reflejo de la ocupación. Madrid es un agujero negro que se traga nuestros recursos, nuestras libertades y nuestras voluntades, apoyado en su andamiaje económico, militar y mediático. Y claro, en sus peones indígenas, condes del Lerín del siglo XXI. Será así hasta la desconexión definitiva. Mientras tanto, cualquier payaso con bigote, cualquier señor X, cualquier Zapatero remendón y cualquier tipo con coleta y chalet en la sierra, vendrá a llevarse su diezmo de votos como antes venían a llevarse los quintos a Cuba. Por eso este país vota tan diferente en las elecciones locales, más alejadas del contagio madrileño.

El caso de Altsasu merece especial atención. Allá donde las provocaciones del ocupante llegan a exasperar a la población, el voto abertzale se dispara. Aquellas alcaldías del PSOE ya son historia. Y si se miran los resultados de otros pueblos donde las derechas han montado sus circos (el Amurrio de Abascal, Ugao, Etxarri Aranaz) uno comprueba que nadie mejor que los españoles para avivar el voto indígena y precipitar su propia desaparición. No es algo nuevo: cuando José Martí acudió a Máximo Gómez para convencerle de que había que reiniciar la sublevación en Cuba, este le preguntó: «¿Y con qué armas contamos?» a lo que respondió Martí. «¡Con los desatinos de España!».

En Euskal Herria, guste o no, solo hay dos partidos con fundamento, que no son veletas de las ventoleras madrileñas: el PNV y la izquierda abertzale. Por eso me alegran los triunfos del PNV, siempre que lo hagan a expensas del voto español. Su misión histórica es fagocitar del todo a la derecha española, PSOE inclusive, de la misma manera que la izquierda abertzale debe hacerlo con los de su propio costado. Queremos un país cada vez más abertzale. Todo proceso de independencia necesita una burguesía nacional y toda Revolución precisa un Kerensky. Como suspiraba Campión en su novela “Blancos y Negros”, cuidémonos de los partidos españoles en nuestra tierra. De la derecha vasca, ya nos cuidaremos nosotros.

Aunque sea vigilada, la autonomía ha permitido cierta «nacionalización» del país. Electoralmente somos más vascos que cuando salimos del franquismo y cada día lo somos un poco más. Araba por ejemplo, nuestra zazpigarren alaba, el eslabón más débil a inicios de la Transición, aumenta en cada consulta su voto abertzale. De Unidad Alavesa, aquella UPN vascongada, solo queda el recuerdo y un grupo de rock. Los Maroto, como el del siglo XIX, van al basurero de la historia. Proceso similar hemos visto en las comarcas septentrionales de Navarra, donde el españolismo va a la mengua elección tras elección.

Pero Navarra sigue siendo, como la definió Manuel Irujo, «el Ulster vasco». La separación institucional de 1978 nos dejó bajo las patas de los caballos y nuestra pequeña burguesía vasquista, que la había, fue fagocitada por los partidos españolistas en sentido inverso de lo ocurrido en Araba. Los abertzales sigue creciendo en votos y territorios, pero siguen lejos de cambiar el color el mapa electoral. La Ribera sobremodo, es un bastión rojigualda y derechuno que precisa, de una vez por todas, actuaciones estratégicas de gran calado.

Aun con el agujero negro del Ager Vasconum, el voto vasquista ha aumentado en Navarra, de forma paulatina, 10 puntos en los últimos diez años, mientras que la derecha navarrista ha perdido 12, en bajada permanente. Teniendo en cuenta que tienen el 36,5% de los votos y «los vascos» el 32%, en pocos años, serán sobrepasados. Y puede ser antes si UPN salta en pedazos cuando sus socios intenten cargarse lo que queda de nuestra foralidad.

Así que, pese a los traspiés, vamos bien. Remedando al aldeano: «paso corto, mirada larga, paciencia y dedicación... y ya llegará la ocasión».



 

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