Porque no sólo la libertad de expresión está en peligro
El vicepresidente norteamericano, J. D. Vance, quizá tiene razón al denunciar la pérdida de libertad de expresión en Europa y la falta de respeto por lo que piensa la gente corriente, el pueblo. Por supuesto, gran parte de esta censura ideológica es de origen angloamericano, aunque en la Europa continental esté cargada de otros motivos y encuentre menos resistencia. Pero el vicepresidente puede tener al recordarnos que esta amenaza no viene de fuera, de Rusia y China, sino de dentro de nosotros. Y es una renuncia a los valores constitutivos de Europa, la libertad y la soberanía de los pueblos, es decir, la democracia.
Como político, como estadounidense y como trumpista, J. D. Vance seguramente dijo lo que creía que tenía que decir. Pero yo creo que hay un problema más profundo y que, en última instancia, es más devastador en esa censura y en esa libertad puesta bajo vigilancia. No es solo la libertad de expresión, y, por tanto, de opinión, lo que está en juego, y no es solo una amenaza y una represión del sentimiento común de la gente. Yo creo que hay un vaciamiento y empobrecimiento progresivo de la dignidad del pensamiento, y de todo lo que antes se llamaba cultura, circulación de ideas, calidad, «humanitas» e inteligencia crítica. La censura, por supuesto, es más visible a medida que la divergencia entre los cánones impuestos y lo que la gente realmente dice, piensa y siente, es más evidente y estridente. Pero hay una conexión inquietante entre este lenguaje censurado, esa libertad vigilada, ese sentimiento común violado y el rápido declive del pensamiento, de la inteligencia crítica, el adelgazamiento de las ideas y de la dialéctica entre posiciones divergentes.
Cuando se amordaza, se ata, se pone corsé ortopédico y correctivo de ideología a las palabras, a las ideas y a las obras, cuando no se puede ni siquiera confrontar un pensamiento radicalmente diferente o una experiencia histórica pasada decididamente divergente de nuestro modo de vida, cuando se borra la sensibilidad religiosa del horizonte público y se la reduce a un hecho íntimo y privado mientras que a nivel social solo sobrevive la religión de los derechos humanos, se crean las condiciones para hacer superfluos, impracticables y clandestinos el pensamiento, la calidad de la reflexión, la memoria histórica y el sentido religioso. Y no se trata de una mera petición de principio: basta mirar a nuestro alrededor y observar con qué rapidez todo lo que hemos señalado como cultura, como civilización literaria, como camino de la filosofía, como capacidad de hacer memoria, recordar y revisar la historia, como tradición, está desapareciendo del discurso público, del debate y de la investigación.
Incluso la investigación científica está sujeta a este tipo de censura. Si los resultados de las investigaciones sobre bloqueadores de la pubertad, realizadas con dinero público, contravienen la ideología transgénero o LGBTQ+ porque revelan el daño, se cancelan, se silencian. Pero esto, estimado J. D. Vance, ya sucede en los EEUU, y, solo por extensión, también en Europa. La verdad (y la salud) subordinadas a la ideología, como en los tiempos del comunismo.
La velocidad de esta carrera hacia la desculturación y la des-capacitación del pensamiento crítico y de la capacidad de memoria es impresionante. Todo esto se ha vuelto más rápido, más generalizado y más automático desde que el catecismo progresista, la cultura de la cancelación, la corrección política y el alineamiento supino con ese canon han reinado de forma suprema.
Por supuesto, habrá muchos y diferentes factores sistémicos que colaboran en este empeoramiento de la inteligencia crítica y pensante respecto a la inteligencia tecnopráctica. Por ejemplo, el dominio absoluto del mercado en la lógica del capitalismo global y del consumo de masas, y el dominio absoluto de la tecnología en la adoración de la Inteligencia Artificial y de un mundo solitario y virtual.
Pero todo esto es posible porque las llamadas élites, que sería mejor llamar las oligarquías intelectuales y los comisarios culturales, los guardianes institucionales europeos, han adoptado ese código y esa red de prohibiciones, interdicciones, palabras impronunciables. Porque el avance del mercado y la tecnología son factores externos a la cultura. Pero cuando incluso dentro de la ciudadela de la cultura, entre sus guardianes, hay un caballo de Troya que destruye desde dentro la dignidad de las ideas, su circulación y la calidad del pensamiento, entonces la decadencia es irreversible.
Seguramente un político estadounidense, un trumpista, no puede concentrarse en estos aspectos más elevados y más europeos, sino que se centra en las premisas generales, la libertad de expresión y el sentimiento común del pueblo, es decir, el sentido de la realidad. Pero nosotros, los europeos, nosotros, pensadores de Europa y no políticos, debemos pensar no solo en el daño a la libertad, a la soberanía popular y a la democracia, sino también en el daño causado a la calidad, a las ideas y a la civilización europea, que se está extinguiendo y no nos damos cuenta.
De hecho, el conflicto en curso no puede traducirse solo a través de la red libertad-no libertad, ni siquiera élite-pueblo, porque la desculturación en curso afecta también, y quizá sobre todo, a las élites y no solo a las masas, y no concierne solo a una cuestión de la libertad, sino que afecta al sentido, al nivel y a la misión de una civilización, al legado de las tradiciones históricas, filosóficas, religiosas, etc., a la visión del mundo.
Quienes trabajan en este campo se dan cuenta de cómo y en qué medida se está empobreciendo el tejido cultural de nuestra época. Los verdaderos debates sobre ideas son cada vez menos frecuentes, las reflexiones no solo vinculadas al clamor del día ya están desapareciendo de los periódicos. Una sensación de vacío, de nada, de soledad, todo se reduce a la fiesta de la charla global, al momento culminante, a la pantomima del día y no hay ningún plan más elevado ni más profundo. Siempre ha habido un nivel mediático pop, de política, de noticias, de entretenimiento; pero luego había un nivel de reflexión y de cultura que hoy prácticamente ha desaparecido, en parte marginado, en parte camuflado en la vida cotidiana; parcialmente reducido y trivializado al aspecto de chisme.
Después de la desobediencia, incluso la ignorancia se ha convertido en una virtud, una manera de estar al día con los tiempos y sobre todo de no perder el tiempo con esos ejercicios ociosos e inútiles del pensamiento; mejor charlar, comprar, divertirse... En resumen, yo creo, no solo estamos perdiendo la libertad y la realidad, estimado J. D. Vance, sino lo que realmente hizo de Europa y de nuestra civilización un punto de referencia muy alto que dio sentido y un destino a los europeos.
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