Presos políticos
Así, a bote pronto, podríamos afirmar sin temor a equivocarnos que nadie desea estar entre rejas: en la cárcel, jaula, chirona, trullo o talego, vamos. Apreciamos la libertad de movimientos como una de las cosas más deseables de la vida, y por lo que estamos dispuestos a luchar con denuedo… o quizá tan contundente afirmación haya que ponerla en remojo con los tiempos que corren, y visto lo visto. ¡Cuántos perdieron la vida por salvaguardar la libertad de sus compatriotas, y por ello fueron elevados a la categoría de héroes, presidiendo desde entonces su estatua la plaza central de la localidad!
Como en todo, cabe también aquí aplicar la casuística, de forma que alguno habrá encantado de estar dentro, más o menos caliente, más o menos alimentado, más o menos a resguardo de una furibunda granizada. Se han documentado casos en los que sus protagonistas, agotada la condena y puestos de patitas en la calle, lo primero que hicieron con su recién recuperada libertad es liarla parda, para volver al hogar dulce hogar mejor hoy que mañana, y así seguir comiendo la sopa boba a cuenta del erario. Como diría aquel, «hay gente pa' to'». Prefiere uno pensar que dicho género estará entre lo residual y lo anecdótico. Más vale…
Pero de morar dentro, piensa uno igualmente que vale más estar por motivos «políticos» que no «comunes», entendiendo estos el tráfico de drogas, ejercer violencia física sobre inocentes, o incluso haber matado a un congénere. Son todas esas cosas peor que feas, y según categorías, con extremo cuidado habrá de andar dentro el abusador de niños, por ejemplo, mientras que el protagonista del robo truncado al Banco de Santander será una especie de ídolo que no pudo redondear su hazaña de sustraer a los ricos para repartirlo entre los pobres, empezando por él mismo.
El preso político ―y enseguida vamos con la esencial cuestión de quiénes merecen tal etiqueta― es un preso especial, al que por lo general se respeta bastante más que a la media, y que goza de ciertos privilegios comunitarios no escritos, con la complicidad ocasional de los funcionarios de turno, bien por la consabida mordida, bien por el acojono del uniformado (no vaya a ser que el etarra reincidente le coja manía la semana anterior a su suelta), bien porque ello sencillamente le satisface.
No me parece a mí que sean «presos políticos» quienes asesinan, secuestran o extorsionan. Están ahí no por el mero hecho de tener una ideología (por mucho que esta alentara a cometer dichos crímenes), sino por asesinar, secuestrar y extorsionar. No me parece a mí que sean «presos políticos» quienes desfalcan, intentan socavar el orden legalmente establecido (golpe de estado aquí y en Madagascar) o cometer acto de sedición. Estuvieron ahí por desfalcadores, golpistas y sediciosos. Porque, torturando el lenguaje en su sección de etiquetas morales, y con la coherencia nominal por bandera, «presos ideológicos» serían los miembros de la famosa Manada, dado que bien podría afirmarse que en la cárcel están por haber puesto en práctica su machismo cuartelero, una ideología de tantas, al fin y al cabo. Mejor si tenemos las cosas claras y no mezclamos churras con merinas, pues luego todo son manos en la cabeza, ofensa a granel y fascismo generalizado.
Mas «presos políticos» en España haberlos haylos, o al menos a mí me consta. No lo digo por oídas, sino porque conozco personalmente por lo menos a tres: Alberto, Juan, Santiago (quizá alguno nombre ficticio para la ocasión, quizá todos, quizá ninguno). Están o estuvieron ahí no por los hechos de que se les acusa en el Auto, sino por venganza puta y dura. Así lo aprecia un servidor y así lo escribe, por que no haya dudas al respecto. Acusan a Alberto de «enriquecimiento ilícito» por haber recibido de un compinche veintisiete mil pavos. ¡Ja! Créanme si les digo que este hombre descubre esa cantidad en el suelo durante uno de sus paseos y le pilla con dolor de espalda, y ni se agacha a recoger el fajo. Créanme si les digo que a Juan siete mil pavos no le van a sacar de pobre, pues lleva a gala su condición de proletario disidente jubilado, y feliz se le ve. Créanme si les digo que Santiago no recibió ni un solo céntimo, por la sencilla razón de que ni involucrado en la «trama» está. Y escribo trama por seguir el lenguaje del Auto, no porque de verdad lo sea. ¡Vaya mierda de «trama» la que se transmite a diario y en directo por internet!
Son Alberto y Juan incansables denunciantes de corrupción, poseedores y exhibidores de documentos que al menos debieran ser admitidos a trámite en las innumerables denuncias que mientras eran libres interpusieron ante la Agencia Estatal de Administración Pública (AEAT, más conocida por el ahorrativo Agencia Tributaria). O sea, que la pareja no hizo otra cosa que lo que les era exigido por ley: poner en conocimiento de la autoridad competente lo que atisbaban como actos ilícitos, máxime cuando España recién aprobó ―con más dos años de retraso respecto a su obligación― la trasposición de la Directiva (UE) 2019/1937, que tiene por objeto proteger a los denunciantes de corrupción. ¡Como lo están leyendo! Pero el juez, en lugar de solicitar para ellos la medalla al mérito ciudadano, los enchirona por un ramillete de razones que se dan de tortas entre sí, y ahí siguen a la hora de aporrear mi teclado con mezcla de incredulidad y rabia contenida.
Santiago salió al mes, y trata de sobrevivir con dignidad, la que le permite una sociedad podrida que lo apaleó desde su adolescencia, víctima vicaria de la administración de [in]justicia, que vio en él al animalito indefenso para castigar en lo emocional a su padre, y bien que lo consiguieron: la tercera parte de su vida adulta recorriendo prisiones de Cataluña, tras juicios a todas luces amañados hasta lo grotesco, con multitud de manuscritos (sí, documentos escritos a mano por alguien, falta dilucidar por quién, aunque sospechas fundadas hay) como negras pistas hacia el peor escenario en una sociedad que se coloca ufana la escarapela de «democrática», sabedores sus dirigentes de que aquí nos tragamos lo que nos echen.
Los políticos van a lo suyo, miran para otro lado, se miran entre sí (“dejemos que la Justicia actúe”; y añado yo que si la dejamos, actuará la injusticia, o acaso no actúe nadie, lo que nos coloca en la iniquidad con todas las letras). Como tampoco actúan las oenegés autoproclamadas «independientes», y eso es incluso más grave, pues alimenta la sospecha de su absoluta dependencia a no se sabe qué nebulosos intereses en la sombra. Doy por hecho ―permítaseme la ironía, perversa y deprimente esta vez― que tras leer este artículo dichas organizaciones se darán de codazos por conocer detalles de lo que aquí medio cuento, apenas la puntita de un [supuesto] vertedero moral que, de ser cierto aun en su ínfima parte, debería hacer saltar por los aires el estado de derecho del que nos hemos dotado en el diccionario de la corrección política. Espero impaciente la llamada de cualquiera de dichas entidades filantrópicas e independientes, porque tengo mucho que contarles, y nada bonito.
Bien podría haber titulado este artículo como aquella peli del oeste (almeriense), solo que en plural. Grosso modo, ya intuimos quiénes son aquí los feos, los buenos y los malos.