Jesús Valencia
Internacionalista

Proclaman la paz y prolongan la guerra

Hay un pensamiento guerrerista que justifica y apoya la violencia oficial: «Si hemos conseguido derrotar a los terroristas armados, tenemos que continuar la guerra hasta acabar con los desarmados».

Sucedió en setiembre de 2016. Un amigo mío, conocedor de la realidad colombiana, abrió en su ordenador una carpeta con este preocupante enunciado: “Violencia estatal”. Le hice notar lo anacrónico del título; por aquellos días, el Gobierno colombiano y las FARC estaban a punto de formalizar los Acuerdos de la Habana. Mi amigo me respondió con una mirada larga y una frase escueta: «Tiempo al tiempo». Lamentablemente, no hubo que esperar demasiado.

El mismo día en que se firmaban los acuerdos un grupo paramilitar asesinaba a Espolita Casiana y a Lina Sierra. La primera, mujer de cincuenta años y fundadora de una asociación de desplazados a los que ayudaba; la segunda, tuvo la mala ocurrencia de haber nacido indígena 23 años antes. Según los medios, las dos eran el epílogo de una Colombia enfrentada y, según mi amigo, el prólogo de unos Acuerdos de Paz que dejarían tras sí un reguero de violencia estatal. Una oligarquía que controla el país recibe asesoramiento israelí y colabora activamente con el militarismo yankee, no ha desarrollado nunca una verdadera cultura de paz; es proverbial su afición a exterminar a los pobres que le molestan.

El que la insurgencia colombiana se avenga a negociar otro modelo de país en el que desaparezcan las violencias no es garantía de nada. En 1985, un importante contingente de guerrilleros se constituyó en fuerza civil: la Unión Patriótica. Miles de militantes fueron exterminados y la organización quedó liquidada. El 26 de abril de 1990 Carlos Pizarro despegó hacia Barranquilla tras haber cambiado bombas por los votos; quien había sido guerrillero del M-19 hacía campaña electoral como candidato presidencial. No aterrizó con vida: cuando estaba en pleno vuelo un sicario lo ametralló.

Espolita y Lina encabezan una larguísima lista de personas que, organizadas en movimientos sociales, están siendo exterminadas después de haberse firmado los cacareados Acuerdos de Paz. Yimer Chávez defendía los derechos humanos en Popayán; Jairo Rodríguez apoyaba la Marcha Patriótica; el campesino Erley Monroy defendía la tierra que le daba sustento; Gilmar lideraba las juventudes afro del Villa Rica; Yorganis Bernal defendía los derechos de las mujeres indígenas; Nataly era dirigente universitaria; Marcos, dirigente minero; Olmedo, indígena nasa. Los crímenes que en 2016 se cometían cada tres días, ahora suceden casi a diario; en Medellín, los asesinatos de mujeres se han incrementado en un 50%. El pueblo sigue su triste caminar por las veredas cargando los despojos de las personas asesinadas, hechos que los medios de comunicación ignoran y que el Gobierno de Bogotá califica de esporádicos.

Las comunidades afectadas exigen garantías ciudadanas y que los asesinos no gocen de impunidad, ambiciosa y estéril demanda ante la tupida red de complicidades institucionales. Quienes asesinaron a Espolita y Lina cruzaron tranquilamente el rio Rayo y se refugiaron en una isla que todo el mundo conoce como fortín de canallas y donde nadie les incomoda. La policía tergiversa las denuncias y algunos de los asignados a la unidad especial para proteger a los amenazados son sicarios. Por suerte, una buena parte del país ha dicho «basta»; venciendo temores, ha asumido la protección de sus derechos y vidas. De un tiempo a esta parte, ha convocado vigilias («velatones» las llaman) para denunciar los crímenes y señalar a los culpables. Medida necesaria que ha gustado muy poco a la derecha uribista y ha provocado una discreta reacción de apoyo en el Parlamente Europeo.

Tras esta interminable matazón, hay un pensamiento guerrerista que justifica y apoya la violencia oficial: «Si hemos conseguido derrotar a los terroristas armados, tenemos que continuar la guerra hasta acabar con los desarmados»; «hay que ser implacables con quienes se organizan para combatir al Estado simulando defender derechos»; «golpear a algunos de ellos crea desanimo en los demás y desvertebra al movimiento popular»; «hay que intensificar la batalla del relato para que los rebeldes no legitimen su terrorismo ni deslegitimen la violencia defensiva del Estado».

Elogiar los Acuerdos de Paz ocultando la persistente violencia estatal es un engañoso eufemismo. Denunciar el discurso de vencedores y vencidos como focalizado en Colombia, un reduccionismo. Los jóvenes de Alsasua encarcelados, la cobertura a quienes practicaron y ejecutan la violencia estatal, la criminalización de los movimientos organizados siguen vigentes por estas tierras nuestras, incluso en los meses de holganza estival. Una razón más para estrechar vínculos solidarios entre Euskal Herria y Colombia.

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