Mati Iturralde
Militante de la izquierda abertzale

Prólogo de un relato

Después de una semana de imposición de tristes y sesgados relatos me he puesto a escribir, y me he dado cuenta de que solo me siento representada hablando en primera persona y que nadie tiene derecho para hacerlo en mi nombre para categorizar mi vida y la de tantos otros en una frase pobre y vacía.

Creo que nunca imaginé la mayoría de los acontecimientos que he vivido en los últimos años. Tal vez la explicación sea que la vida da muchas vueltas y yo nunca he sido muy perspicaz. Reconozco que me sigue sorprendiendo la realidad como cuando tenía quince años y a menudo esto me sume en el desconcierto y la extrañeza hacia lo que me rodea. Y ese desconcierto envuelve ahora la percepción de que la comunidad a la que he pertenecido se ha convertido en un colectivo que comprendo con mucha dificultad y que el hábitat que me hacía sentir en casa hace tiempo que ha cambiado tanto que la mayoría del tiempo me siento de visita. Esta desubicación tal vez sea el proceso normal para cualquier ser humano que ha ido creciendo, a veces aprendiendo y a veces olvidando, pero yo no había previsto que el mundo que me rodea cambiara tanto en unos pocos años.

Si miro hacia atrás recuerdo mi convencimiento de que el colectivo humano y político que abrigaba la izquierda abertzale era singular y que algunas de la leyes que regían el desarrollo de los grupos y organizaciones sociales no nos eran de aplicación. Con mucha ingenuidad creía que ser militante nunca podría ser cómodo y menos aún acomodante, que la lealtad a las ideas era inseparable de la lealtad a las personas, que estábamos vacunados de alguna manera contra la ambición por el poder, porque el propio grupo te debía enseñar en qué podías aportar y para que cosas decididamente no servías, y que sobre todo las grandes ideas, «libertad», «pueblo», «revolución», no podrían perder jamás su sentido colectivo ni su fuerza por más que se utilizaran incluso fuera de contexto.

Esta visión del pasado, que, sin duda, estará tan deformada como mi necesidad de dar sentido a una buena parte de mi vida, seguramente ahora aburrirá soberanamente al personal que quiere pasar página y mirar al futuro como si este existiera en realidad. Pero no me resigno a no contar en alto mi relato a pesar del juego de espejos de mi memoria. Creo que he vivido rodeada de personas con una capacidad de lucha y entrega incondicional y que, por ello, han sido y son todo un ejemplo de vida que me ha marcado profundamente. A alguno de ellos, muy pocos, en su momento los convertimos colectivamente en nuestros líderes dentro de la pequeña y a menudo clandestina comunidad y en esto, como en otras cosas, la izquierda abertzale rompió con moldes de las organizaciones políticas al uso, que construían periódicamente personajes carismáticos para reforzar su imagen, que no su ideología. En un ejercicio seguramente torpe de añoranza, recuerdo las campañas electorales con carteles sin nombres ni fotografías de candidatos, solo con mensajes e ilustraciones claros y elocuentes sobre lo que éramos y lo que queríamos ser.

El liderazgo natural que construimos durante décadas no dejaba mucho espacio al personalismo, no había cultos y mucho menos acoso a los responsables políticos como si se trataran de estrellas de la farándula, tal vez porque su presencia era intermitente por continuas entradas y salidas de la cárcel. El liderazgo natural se conseguía con la cercanía, la humildad y la paciencia infinita del ejercicio de escuchar las dudas y preocupaciones de quien se acercaba en busca de comprensión y empatía.

Mi recuerdo de los discursos políticos era desde un atril agarrado fuertemente con las manos, no para distanciarse del auditorio, sino para demostrar la fuerza de las ideas y la convicción de estar dispuestos a pasar de las palabras a los hechos con toda la coherencia que precisáramos y la percepción que desde abajo sentíamos, era de cohesión y de refugio ideológico, dándose una interacción tan real que nos hacía ponernos en marcha sin reticencias y sin cálculos de disponibilidad a pesar de la dureza de la realidad.

Pero aquellos tiempos fueron difuminándose y la transformación de la izquierda abertzale se fue instaurando con una especie de necesidad urgente de «aggiornamento» muy ligado a los cambios de estrategia política. Tal y como yo lo veo, la necesidad de aparecer ante la opinión pública como un movimiento «redimido» se ha impuesto y ha alterado tanto las formas como los fondos del discurso político. Y, sin embargo, a menudo la realidad impresiona de que han sido vanos los intentos, porque los medios de comunicación y el espejo de la política española mantiene la imagen tópicamente deformada que tan útil les ha sido durante décadas.

Y mientras en nuestra sociedad poco a poco hemos abandonado el insustituible ejercicio de «hablar de política» y discutir, apasionadamente o no, sobre lo que pasa en nuestro pueblo, en la plaza, el bar o en las ya extintas estructuras políticas. Creo que como comunidad ideológica hemos perdido nuestra capacidad colectiva de desmenuzar todos los temas importantes sin desconfianzas ni interpretaciones magistrales y lo hemos sustituido por los tweets y los titulares de prensa de portavoces tan lejanos de nuestras vidas que a veces resulta difícil reconocerlos.

Y, sin embargo, me parece que el mecanismo perdido de participación construido en la historia de la izquierda abertzale supuso la creación de todo un proyecto político y social con muchas imperfecciones pero que logró ser un referente relevante en el pensamiento político de izquierdas a nivel internacional y que ahora yo echo mucho de menos.

Ya se que todo en el pasado no fue ni mucho menos maravilloso y que, por supuesto, no todos los tiempos pasados han sido mejores sino lo contrario. En la historia que forma parte de mi memoria ha habido momentos oscuros, equivocaciones determinantes, frustraciones y deslealtades pero también con todo eso aprendimos y sobrevivimos colectivamente a situaciones crueles de pérdida y desconcierto. Esa mochila de luces y sombras forma parte de mi relato, del único relato del que me hago responsable.

Y también dentro de ese relato propio recuerdo la alegría que sentí con el fin de los tiempos de la confrontación armada; estime y estimo la aminoración del sufrimiento de una parte importante de la sociedad en la que me ha tocado vivir, pero al mismo tiempo sigo sintiendo la angustia del dolor soterrado de tantos y tantas que una década después aun no han llegado a sentir la leve brisa de los nuevos tiempos y siguen respirando vientos de plomo en las cárceles, en el exilio y en las ausencias contadas por decenios. Esos decenios que han sido acompañados por una solidaridad de iguales, de gentes del pueblo, que a veces de manera silenciosa pero eficiente y sin necesidad de conocer razones ni circunstancias han hecho llegar la necesaria empatía para seguir viviendo con esperanza y alegría a pesar de los pesares.

Hace unas semanas, en una conversación de buenos amigos, de esas que parecen fuera del tiempo, adquirimos el compromiso de ir contando nuestros relatos para que no se perdieran en estos tiempos efímeros y hoy después de una semana de imposición de tristes y sesgados relatos me he puesto a escribir, y me he dado cuenta de que solo me siento representada hablando en primera persona y que nadie tiene derecho para hacerlo en mi nombre para categorizar mi vida y la de tantos otros en una frase pobre y vacía.

Tal vez llegue algún día el momento en el que podamos explicar lo que fuimos y lo que quisimos ser, sin miedo, sin amenazas, mientras me queda negarme firmemente a que deformen mi memoria, la memoria que seguramente comparto con otros muchos y que ha dado sentido a mi vida.

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