Qué mundo está emergiendo
Al auge de este populismo rancio y reaccionario que se extiende como una plaga por el mundo, Umberto Eco lo definió como «Populismo Cualitativo». El precursor e ideólogo de esta plaga endemoniada tuvo a Silvio Berlusconi como máximo hacedor, un personaje que reunía todas las cualidades para liderar un popurrí reaccionario y casi antropológico del comportamiento humano, ante una sociedad que se va descomponiendo ante nuestros ojos.
Le preguntaron a José Saramago en una entrevista, cómo analizaba el fenómeno de Berlusconi. El problema, decía Saramago, es que el cincuenta por ciento quiere ser como Berlusconi, y ¿El otro cincuenta por ciento? Le volvieron a preguntar. El otro cincuenta por ciento «es como Berlusconi». Yo creo que esta respuesta metafórica de Saramago, refleja como esta sociedad ha dejado abiertas las puertas de par en par a una sociología del sujeto, que está haciendo añicos la cohesión social, el fin de lo social.
Los fenómenos que representan Trump, Milei, Meloni, Le Pen, Orbán, Bolsonaro, Kast, Abascal y otros, se mueven en una disquisición semántica entre nacionalpopulismo y posfascismo, pero estos fenómenos son el síntoma de la crisis social que atraviesa el capitalismo.
El genocidio que el Estado de Israel está ejerciendo al pueblo palestino, no puede entenderse sin que Estados Unidos actúe como gendarme del mundo civilizado, de la democracia y de sus valores, hasta el punto de plasmar entre sus principios la necesidad y la intención clara de diseminar los valores democráticos por el mundo a base de destruir y matar a cientos de miles de víctimas «colaterales» en nombre de «La teoría democrática del dominio» con el objetivo, según ellos, de hacer el mundo seguro no solo para la democracia sino a través de la democracia. Tal cual lo dicen, y tal cual actúan.
Estas teorías impulsadas por los neoconservadores en Estados Unidos y señaladas por politólogo Justin Vaïsse en su síntesis sobre el neoconservadurismo son las que impulsaron a intervenir en Irak, en Siria, y ahora en Palestina de la mano de Israel, su gran aliado estratégico, ideológico, político y genocida. Son los que marcan el camino para transformar todas las dictaduras en democracias, porque asegurarían, según los neoconservadores de la tercera ola, la paz universal finalizando con las llamadas «ideologías de la violencia» actuando en nombre, por supuesto, del «Instrumento de lo Absoluto» (léase dictaduras que elevan a su estado más elevado su propio absoluto, sea Dios religioso, democracia a la carta o el bien común que garantizan los fascistas). Estas teorías defendidas desde los potentes Think Tanks neoconservadores como el American Entreprise Institute, fueron tenidas en cuenta con la llegada de muchos de sus miembros (Paul Wolfowitz, Richard Perle, John R. Bolton entre otros) a las instituciones políticas estadounidenses.
En el ensayo El dolor de Dios en el que Slavoj Žižek y Boris Gunjevic nos ofrecen una investigación crítica, no en Dios sino en la inteligencia humana. Žižek reflexiona sobre los comportamientos humanos que en nombre de lo que él denomina el instrumento de lo «Absoluto» se rigen de la misma forma que el Dios religioso. Pone como ejemplo el fascismo. Para los nazis todo fenómeno de depravación queda elevado de inmediato a la categoría de símbolo de la degeneración judía (...) «Inmediatamente se afirmó una continuidad entre especulación financiera, antimilitarismo, modernidad cultural, libertad sexual, etc., dado que se pensaba que todo eso emanaba de la propia esencia judía, de la misma instancia medio oculta que controlaba en secreto la sociedad. Esa demonización tenía una función estratégica precisa: servía a los nazis de justificación para hacer lo que querían, porque, contra ese enemigo en un estado de emergencia permanente, está permitido todo» Quién no quiera ver este fenómeno en el genocidio al pueblo palestino, no puede ser más que un miserable, un fascista nazi, o un tonto, aunque podría ser las tres cosas a la vez.
Las ideas-fuerza que han impulsado a los movimientos revolucionarios se han visto arrastradas por la ola ¿reaccionaria? que recorre el mundo. Los valores que han ido forjando el esqueleto ideológico revolucionario están «larvados» y ello nos obliga a corregir nuestro viejo discurso, porque hoy, el individuo está en el centro de las cosas y de la vida social. Quizá, la izquierda, hemos ido abandonando la lucha colectiva para entregarnos a la individualidad que ha traído consigo esta nueva etapa de la modernidad, en la que permanentemente aparecen nuevos elementos hiperculturales, de manera que hemos retrocedido a un tiempo premoderno donde las personas compiten en un mercado de especificidades para sentirse, más que realizadas, representadas.
El complejísimo orden social, los comportamientos, las visiones y los valores del mundo convulso y contradictorio que vivimos, nos tiene sumidos en la más absoluta incertidumbre. La sociedad (y por ende la izquierda) se encuentra en la encrucijada de definir una realidad compleja y se ve desbordada por los cambios vertiginosos que se están produciendo. Las antiguas categorías sociales y políticas quedan diluidas ante el emerger de nuevos actores sociales.
El mundo conservador en los sistemas capitalistas, tiene dos almas que se manifiestan en función de la coyuntura económica y/o política: una mitad neoliberal para los tiempos (cada vez más escasos) de bonanzas y mayorías absolutas y otra mitad para los tiempos adversos de los que tienen al fascismo enquistado en sus entrañas. Viven a caballo entre los modelos de Orwell (1984) y de Huxley (Un mundo feliz).
Señalaba Hannah Arendt en su obra "Los orígenes del totalitarismo" (1951), que el sujeto ideal para un gobierno totalitario es el individuo para quien la distinción entre hechos y ficción (es decir, la realidad de la experiencia) y la distinción entre lo verdadero y lo falso (es decir, los estándares de pensamiento) han dejado de existir. Estas palabras de Arendt suenan cada vez menos a mensajes del siglo pasado y muestran una realidad alarmante que ha ido creciendo exponencialmente reflejando el escenario social político de nuestros días.
En alguna ocasión he hecho referencia a las reflexiones que el ideólogo del neoconservadurismo Irving Kristol realizó en una entrevista allá por los años 90 del siglo pasado. Las ideas proceden de la izquierda, decía. La izquierda es una idea que genera organismos, son ideas muy peculiares, son muy disidentes, como lo ha sido siempre la izquierda, pero la mitad de las veces no son muy comprensibles. La izquierda, continuaba Irving Kristol, se ha transformado en algo tan académico, tan irrelevante que solo afecta al sistema educativo, en dónde parece tener importancia, pero ya no saben ser tan populares como antaño. Cada vez se refugia más en los ámbitos más intelectuales. Mientras, la derecha, desde sus laboratorios de pensamiento, está consiguiendo pervertir el lenguaje que está viviendo un estado de vulnerabilidad.
Tiempos complicados, por lo tanto, para una izquierda desorientada en el sentido de buscar formas de cómo articular resistencias desde una aproximación a los movimientos sociales como sujetos de emancipación. Tiempos propicios, también, para la proliferación de izquierdismos a los que Lenin identificaba como «El infantilismo izquierdista» a los que reprochaba aquello de que no es a través de la retórica intelectual plagada de fraseología revolucionaria como se amasan los argumentos en favor de los avances revolucionarios.
¿Zer egin? ¿Qué hacer? Se preguntaba Lenin. Desde la izquierda observamos asustados el avance de los partidos posfascistas. Identificamos incrédulos a sus votantes, denunciamos sus estrategias de comunicación, y, sobre todo, observamos como van aumentando exponencialmente el número de personas que no ven imprescindible el vivir en un sistema democrático, incluso llegan a detestarlo.
El capitalismo, el carácter neoliberal de la globalización, ha ido desplazando al poder político y se ha ido constituyendo en la base de la organización social, apartándose, cada vez más, de unas democracias que no pueden sobrevivir, porque precisan de elementos demasiado costosos desde el punto de vista de las nuevas normas políticas y económicas: libertad de expresión, educación humanística, solidaridad social, función pública consagrada al interés general; todo ello se desintegra progresivamente como consecuencia del coste− beneficio.
La sociedad se mueve entre el miedo y la esperanza, pero tenemos que tener siempre presente que los procesos de transformación están sometidos a una dialéctica histórica. Henri Lefebvre definía la utopía como «el sentido no práctico de lo posible» Precisamente, en los momentos que siguen a las grandes derrotas, cuando más necesaria es la restauración revolucionaria, es cuando la utopía se hace más imprescindible. Es por eso por lo que tenemos que seguir reivindicando la utopía.
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