José María Cabo
Filósofo

Razón de ser

Los franceses, muy aficionados a tener al día sus reflexiones acerca de la historia de su propio país, han rescatado, en no pocas ocasiones, las glorias de su pasado intelectual, desde el momento mismo en que la presencia de los intelectuales se hizo manifiesta en los acontecimientos sociales y políticos de Francia. Desde que el caso Dreyfus fue dado a conocer a la opinión pública por Émile Zola en el conocido artículo periodístico que llevaba por título «Yo acuso», y desde que literatos, pensadores, historiadores, miembros de la academia y demás reconocidos personajes de la cultura se decantaron en favor de la causa del judío Dreyfus, o en su contra, dio comienzo una –hasta entonces desconocida− participación de los –desde entonces− denominados intelectuales en cuestiones que les afectaban a ellos, pero también al conjunto de la población. Desde entonces se ha entendido que el intelectual es una persona reconocida en una actividad específica de un ámbito del saber concreto y que ha adquirido una determinada notoriedad pública. El intelectual, así, valiéndose de esa meritoria notoriedad pública se atreve a salir del ámbito del conocimiento en el que habitualmente desarrolla su trabajo para opinar, se supone que con cierto grado de conocimiento, sobre cuestiones políticas, sociales o morales que competen a todos los ciudadanos por el hecho de serlo. Se estima, por lo demás, que este tipo de pensadores, investigadores, científicos, escribientes o académicos, gracias a su contacto continuado y directo con el saber, están más que debidamente cualificados para dar cumplida cuenta de argumentos válidos y exactos sobre aquello sobre lo que expresan sus opiniones. Ello no quiere decir que estén libres del error o de expresar una forma de pensar sobre una materia que no está debidamente fundamentada, argumentada, o que está, por el contrario, indebidamente elaborada, estudiada o analizada. No hay nadie que no incurra en contradicciones a lo largo de su existencia, y el presunto intelectual tampoco está a salvo de ello. Es más, lo normal es que en el transcurso de un corto periodo de tiempo estos acaben por caer en contradicciones, sobre todo cuando piensan que están a salvo de ellas.

En cualquier caso, son dos los elementos fundamentales que, a juicio de quienes se han ocupado de valorar el papel que deben desempeñar los intelectuales, han de ser tenidos en cuenta: el de tratar de desvelar y mostrar la verdad, en primer lugar, tal y como Noam Chomsky nos señala en su La responsabilidad de los intelectuales; y, en segundo lugar, el compromiso en la defensa de la sociedad y frente a los posibles abusos de los poderosos, tal como podemos leer en el citado trabajo del lingüista, en Gramsci con su noción del «intelectual orgánico», o en Alfonso Sastre en su "Batalla de los intelectuales", entre otros.

La actual presencia de los intelectuales y de su papel, con esas dos funciones que debieran corresponderles, ha quedado reducida prácticamente a la nada con la incorporación de otros mecanismos de generación de opinión –redes sociales regidas por «apolíticos» emprendedores, medios de comunicación bajo control de grandes oligopolios empresariales, o industrias del entretenimiento dominadas por los grandes grupos de poder financiero y económico−. Esta peligrosa situación de concentración de la información, y del poder que de ella se deriva, ya había sido anunciada por los pensadores de Frankfurt desde las primeras décadas del siglo pasado, cuando empezaban a vislumbrarse las repercusiones de lo que significaría, desde el punto de vista de la sociedad, el surgimiento y desarrollo de la denominada «cultura de masas», asunto este que ha sido sabiamente aprovechada por los círculos de poder.

Aquí, en Euskal Herria hemos tenido lo nuestro. Cuando las acciones armadas formaban parte del conflicto, un importante grupo de «presuntos» intelectuales activaban todos sus recursos para mostrar, o bien la inexistencia del origen político de ese conflicto, o bien negarlo, y, al mismo tiempo, reconocerlo implícitamente con la contundencia con que defendían determinados principios de la unidad nacional. En estas circunstancias hemos asistido al florecimiento de «prominentes pensadores» que narraban una realidad que se difuminaba como consecuencia de llevar a lo increíble lo que sí podía haber sido creíble, una realidad que probablemente sí que tenía mucho que ver con las desagradables circunstancias de su particular realidad, pero nunca, en cualquier caso, con la realidad misma. Estos mismos «sabios pensadores» imaginaban, en otras ocasiones, fantaseaban, recreaban o inventaban acontecimientos que poco tenían que ver con lo que realmente había ocurrido o con lo que ciertamente estaba aconteciendo. No eran pocos de entre estos los que «apuntaban» a quienes se atrevían a cuestionar sus afirmaciones, sus falsos comentarios, sus exageraciones más irracionales, o sus actos de propaganda más delirantes. Para ellos no eran más que unos «sicarios al servicio de la banda armada» y, por tanto, tan solo merecían la condena y el desprecio de todas las personas de bien. Los pocos que se atrevieron a alzar la voz contra el proceder de estos «ilustrados» personajes fueron acusados de todo tipo de actos delictivos asociados al «terrorismo», teniendo que padecer el estar constantemente señalados, calumniados e insultados en todos los medios de comunicación afines al poder y a los «intelectuales» que con él se alienaban. En esto no parece que se hayan dado importantes cambios, porque los que antaño eran acusados por estos «sabios», que se creían –y todavía se creen− estar en el «lado correcto de la historia», siguen siendo hoy acusados de los mismos «crímenes» por una derecha española reaccionaria y carente de escrúpulos.

Pero la historia llegó a su fin, y cuando la violencia armada concluyó, sin que por ello desapareciera el conflicto político que estaba por debajo del conflicto armado, salió a la luz el hecho de que los medios de propaganda del Estado habían desplegado una ingente cantidad de herramientas para encumbrar a las cimas de la sabiduría a personas que no se distinguían precisamente por sus dotes intelectuales. Así, estos supuestos «sabios» vieron mermar sustancialmente su presencia en los medios que antaño les habían alabado. Algunos se reciclaron a tiempo y retornaron a sus antiguos oficios, a sus anteriores quehaceres. Otros literalmente fueron engullidos por nuevas figuras más convenientes para los intereses de los realmente poderosos. Pero algunos se resistieron a dejarse arrastrar por la corriente de la historia y buscaron nuevos nichos donde seguir, si no medrando, sí sobreviviendo, ¿intelectualmente? El conflicto catalán y los sucesivos gobiernos de «progreso» y de «reconocimiento de la plurinacionalidad» del Estado fueron sus salvavidas. Continuaron, así, incumpliendo con los principios fundamentales que se esperan de un intelectual, atender a la obligación de la búsqueda de la verdad, de su demostración y difusión, en primer lugar, y, en segundo lugar, estar atentos a los siempre perniciosos comportamientos del poder real.

En cualquier caso, los silentes opositores comenzaron a cuestionar los hasta ahora incuestionables planteamientos defendidos por esos «sabios», mostrando así que la «razón de ser» de estos últimos obedecía –y aún sigue obedeciendo− a una expresión ideológica intolerante con las demás expresiones ideológicas y, en consecuencia, muy cercana a los postulados de una extrema derecha reaccionaria y totalitaria. Todos estos sabios que no han sido aquí nombrados, pero por todos conocidos, han encontrado así el hábitat natural que con tanto ahínco pugnaban por hallar.

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