Raquel González Eransus

Repensar los protocolos de acoso sexual y laboral

En estos días que volvemos a la concordia, a las bonitas palabras, a palmear sin pensar, y poniendo el sentimiento antes que la razón, las denuncias por acoso laboral y sexual pueden ser el tema a compartir, sin miedo, sin temor, sin culpa o sin vergüenza. Siempre rondando, sí, la culpa, sí, el miedo. Y, ¿quiénes ajenos a la culpa y al miedo? 

El Servicio Navarro de Salud, tiene unas 13.000 trabajadoras. Sí, en femenino, porque son el 80% de la masa laboral. Y, sin embargo, son ellas, no ellos, quienes tienen miedo, quienes arrastran la culpa. Sí, protocolos a repensar, porque lo sucedido nos hace pensar que no son suficientes, que no protegen lo suficiente, y porque nos desnudan y desnudan a las instituciones. 

Los protocolos de denuncia no son la puerta hacia la justicia ni hacia la resolución de las situaciones de abuso, si con ellos se perpetúa el acoso en espacios que debería ser protectores y ofrecer resistencia a prácticas como las denunciadas por la trabajadora del Servicio Navarro de Salud. ¿Buscan verdaderamente liberar a las víctimas?, o ¿regular y normalizar el sufrimiento dentro de los límites de lo aceptable? 

La redacción de estos documentos no ofrece garantías a quienes denuncian si no van acompañados de una cultura institucional de tolerancia cero a cualquier tipo de abuso de poder, si no otorgan derecho a hablar, a ser escuchadas y, lo más importante, a ser creídas cualquiera sea el escalafón de la estructura jerárquica que ocupen. 

Los protocolos son prácticas que tienen la capacidad de moldear, normalizar prácticas y bloquear la resistencia frente a situaciones de acoso laboral y sexual. Su redacción técnica y/o jurídica pueden convertir el sufrimiento en algo burocrático y deshumanizado, a la vez que normalizar el sufrimiento si el acoso es procesado más como una "estadística" o una "transacción" que como una vivencia personal que afecta profundamente a la persona. Ofrecen la oportunidad para que el miedo, la vergüenza y la culpa se conviertan en emociones estructuralmente integradas en la experiencia de las víctimas. 

Tragedia, pues, si la vergüenza, el miedo y la culpa sigue aflorando sin resistencia por parte de las instituciones como la que nos ocupa. La resistencia está en la voz que no coarta, no sigue el protocolo al pie de la letra, en las instituciones que se atreven a desmantelar el sistema que crea e impone las condiciones en las que la víctima debe adaptarse a expectativas de la propia institución. La denuncia, y la resistencia de las instituciones, debe ser una ruptura, una forma de crear nuevos espacios que no se limiten a la burocracia ni a la simulación de justicia o la aceptación de un proceso que nos despoja de nuestro poder emocional y subjetivo.

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