José Luis García
Doctor en Psicología, especialista en Sexología, y autor del libro “Sexo, poder, religión y política”

Sexo, poder y prostitución (IX): El putero

Es de sobra conocido el agrio debate existente en torno a este extremo y que podría resumirse en cuatro posiciones: abolición, reglamentación, legalización o dejar las cosas como están, es decir permisividad y mirar para otro lado. Nosotros, en términos generales, si bien defendemos la abolición porque no solo es la postura más justa y la más ética, igualmente tenemos claro de la utopía de tal anhelo, porque exigiría la desaparición de las desigualdades en todos los países.

En el anterior artículo señalábamos que, en rigor, en lugar de prostitución deberíamos hablar de un sistema prostituyente globalizador que promueve que miles de mujeres, a diario y con muy diferentes estrategias y mentiras, caigan en unas redes mafiosas y criminales, de las que luego es muy difícil salir. En esta cuestión se aprecia con absoluta claridad el nexo que une el capitalismo, sea neoliberal o no, con el patriarcado. Ambos utilizan el poder para explotar a las personas sin excesivos miramientos. Se trata de exprimir al máximo y obtener la mayor cantidad de beneficios. La prostitución masculina, que es minoritaria, tendría algunas peculiaridades, pero consideramos que forma parte igualmente de este patrón organizativo.

Seamos claros: a la inmensa mayoría de las mujeres que están atrapadas en esta telaraña, no les gusta dedicarse a las actividades prostituyentes, que se concretan en una venta temporal de su cuerpo, para que el putero se corra en alguno de sus orificios corporales. Sin embargo, nada habría de objetarse al ejercicio de la prostitución practicada de una manera libre y consciente, sin apremios económicos y sin, absolutamente, ningún tipo de coacciones de grupos o personas mafiosas. Hemos conocido algún caso superexcepcional. Estamos seguros de que ésa es una situación rara porque, la mayoría de ellas, si tuvieran otra oportunidad no estarían en ese mundo sórdido. Ninguna abuela quiere que su nieta sea prostituta. Ninguna madre lo quiere para su hija. Ni siquiera las propias mujeres, víctimas de este sistema que las esclaviza, desearían algo así para sus retoños. Tampoco que fuera actriz porno. ¿Por qué? Muy sencillo: porque las relaciones sexuales son realmente maravillosas cuando se hacen con alguien que tú quieres, deseas y de mutuo acuerdo. Con consentimiento. Y una transacción comercial, asimétrica e injusta, como la que se produce en la prostitución, está en las antípodas de eso.

Por consiguiente, si somos rigurosos, convendría precisar que la generalidad de las mujeres que ejercen la prostitución no tienen la culpa de ello, ni tampoco debieran ser castigadas por esas actividades, en razón de que son víctimas del sistema que las prostituye. Ya tienen suficiente con soportar el insufrible estigma durante, y después, de su actividad como una suerte de esclava sexual. Seguramente con un calvario interior de por vida y un estrés postraumático de manual de Sicología.

Seamos claros: se trata de una situación de especial vulnerabilidad, consecuencia de las desigualdades existentes, que obliga a las mujeres a vender su cuerpo, durante un rato, por unos cuantos euros y, a cambio, dejarse hacer lo que quiera por parte del comprador. Hay infinitas situaciones donde se producen estos abusos: sexo por alquiler de habitación, por trabajo, por mediar en alguna gestión, por necesidad, por engaño… Un caso extremo y repugnante de esta situación de esclavitud, de la más rigurosa actualidad, es el «aprovechamiento» en situaciones de mayor vulnerabilidad, como por ejemplo las condiciones socioeconómicas después de una guerra o en campos de refugiados, donde los «servicios sexuales» se compran-imponen por un trozo de pan, como han denunciado diferentes ONG: «Sexo por pan para las refugiadas sirias con el conocimiento de la ONU» se decía en algunos titulares de periódicos hace unos pocos meses. Los agresores, «retenían la ayuda que habían recibido y usaban a estas mujeres con fines sexuales, a cambio de esa ayuda».

Al parecer era tal la generalización de estas prácticas horrendas que las mujeres no querían ir a recoger estas ayudas porque «se asumía que, si habías ido a estos centros de distribución de ayuda humanitaria, habías participado de algún tipo de acto sexual a cambio de ayuda». Terrible, porque, en estas circunstancias de extrema vulnerabilidad, lo último que necesitas es a un hombre –en el que, se supone, debes confiar y que está para ayudar– pidiéndote tener sexo a cambio de retener la ayuda humanitaria que te pertenece.

Seamos claros: cuando va de putas, el putero, quiere evidenciar, demostrarse que tiene el poder. Que es un «hombre» y que puede hacer lo que quiera a una mujer por 20 euros. Cuanto más cutre es el precio más riesgo de abuso, porque la mujer es más vulnerable. Y que, con ese poder del que se inviste, en ese intercambio de vagina/polla o boca/polla o ano/polla, por dinero, el putero experimenta un cierto placer, complementario al que produce la eyaculación, ya que la finalidad es: «hacerla suya», «poseerla», «dominarla» «tenerla a su disposición». Esta es, a nuestro juicio, una motivación importante del putero y de su hábito, o adicción, según se mire.

¿Qué hacer entonces? Es de sobra conocido el agrio debate existente en torno a este extremo y que podría resumirse en cuatro posiciones: abolición, reglamentación, legalización o dejar las cosas como están, es decir permisividad y mirar para otro lado. Nosotros, en términos generales, si bien defendemos la abolición porque no solo es la postura más justa y la más ética, igualmente tenemos claro de la utopía de tal anhelo, porque exigiría la desaparición de las desigualdades en todos los países. Empeño imposible fundamentalmente por esa globalización. Mientras haya una mujer necesitada en algún lugar del mundo, habrá un proxeneta al acecho. Mientras haya un putero que quiera sexo por dinero, habrá un proxeneta dispuesto a sacar tajada.

Somos conscientes de las enormes y complejas dificultades y presiones para afrontar valientemente este problema y erradicar este sistema prostituyente. Sin embargo, habría que hacer algo a sabiendas de que se trata de un proceso lento y extraordinariamente complejo. Si hay voluntad política real, el proceso podría agilizarse en alguna medida, aunque dudo que la sociedad esté sensibilizada hacia este problema.

Con todo, la sociedad, a través de sus representantes políticos, debe establecer leyes específicas para sancionar el uso de la prostitución y la violencia hacia las mujeres. Si bien el modelo nórdico –sancionar a los consumidores de la prostitución, a los proxenetas y a las mafias– tiene sus inconvenientes, sus luces y sus sombras, en un mundo globalizado (por ejemplo, el turismo sexual hacia países permisivos) es una buena manera de comenzar, en la medida en que el lema de algunas manifestaciones sobre este asunto: «Sin clientes no hay prostitución» es de sentido común. Desde un planteamiento ético, habría que decir alto y claro que el cuerpo de la mujer no puede regularse bajo ningún concepto, como un objeto de placer para el hombre.

En nuestro Estado ningún gobierno, sea de derechas o más progresista, lo ha intentado y ha preferido dejar las cosas como están. No hay agallas para hincarle el diente a este asunto y muchos políticos, más preocupados por las prebendas del cargo, no quieren ensuciarse las manos con la prostitución, cuestión de la que huyen como si de la peste se tratara. A lo sumo una cierta reglamentación, sin que se note mucho como ocurre en Navarra, que incluye una asistencia sanitaria pública y gratuita de las prostituyentes para, entre otras cosas, no contagiar a las esposas de los puteros.

Y todo ello, a pesar de que, el 18 de diciembre de 1979, la Asamblea General de las Naciones Unidas, estableció que las naciones que conformaban esta institución, tomarán las medidas necesarias inclusive las de carácter legislativo, para suprimir cualesquiera formas de trata, explotación y prostitución de la mujer. Han pasado un montón de años desde aquella declaración y seguimos prácticamente igual.

Con todo, además de las medidas coercitivas hacia los puteros y los proxenetas, hay que hacer un esfuerzo en prevenir la prostitución en los futuros puteros, a través de la educación. Es uno de los escasos recursos que tenemos y hay que aprovecharlo al máximo. Somos defensores acérrimos de esta alternativa. En las familias y en los centros de enseñanza deben abordarse sistemáticamente cuestiones como la prostitución y la pornografía a través de una adecuada educación sexual profesional. Y llevamos décadas reivindicando cosas así. En nuestras conferencias a familias y profesionales lo repetimos constantemente, aunque muchos de ellos no acaban de darse cuenta de las implicaciones que conlleva, de ahí que se nos antoje una quimera por ahora. Pero eso es lo que hay.

Ya vimos que la prostitución y la pornografía tienen varios nexos de unión. Entre otros, que sirven para que algunos varones refuercen su modelo viril y machista denigrando a la mujer y a su cuerpo, bien sea masturbándose, viendo porno o bien sea usando directamente ese cuerpo a través de la prostitución. El caso de las agresiones sexuales en grupo –que han sido analizadas en otro artículo anterior– resume la quintaesencia de ese modelo machista, inserto en nuestra cultura, porque pone en práctica un comportamiento que, como espectador, ha visto muy a menudo en las películas y que refuerza y alimenta a través de fantasías sexuales y del placer sexual de la masturbación.

Seamos claros: putero, si te vas de putas, no olvides que estás manteniendo un sistema mafioso de explotación de las mujeres. De esclavitud sexual. Como seguramente no estarás de acuerdo, intenta debatirlo y explicárselo a tu mujer, novia, hija, hermana, madre o abuela. A ver qué te dicen ellas.

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