Sir Colin no cenó en Donostia
Asistimos, con demasiada frecuencia, a la toma de decisiones urbanísticas muy contrarias a los proclamados fines de «reducción del tráfico central», «defensa del pequeño comercio», «diversidad», «sostenibilidad»…; conceptos huecos, meros adornos en la retórica oficial.
El experto ingeniero y urbanista de origen escocés Colin Buchanan sorprendió a la opinión pública inglesa en la década 1950-60 con su rotunda oposición al propósito gubernamental de construir aparcamientos bajo las plazas de Londres. A diferencia de lo que suele ocurrir en nuestro país, su crítica no fue castigada con el ostracismo; al contrario, Buchanan fue contratado por el Ministerio de Transportes del Gobierno conservador británico para dirigir un estudio que orientara la planificación estatal sobre tráfico, en un momento de fuerte crecimiento del parque automovilístico.
El "Informe Buchanan" (1963), que analizaba, con una visión integral, diversos factores (flujos y conflictos viarios, relación utilidad-coste, consumo de suelo, afecciones al medio ambiente y la calidad de vida ciudadana y al patrimonio cultural construido, etc.) permitió racionalizar las políticas e inversiones públicas sobre la materia, logrando gran aceptación internacional. Por su aportación, Buchanan recibió el título de Caballero de la Orden del Imperio.
Las explicables discrepancias y los debates que, a posteriori, provocaron algunas de sus propuestas, no hicieron sino elevar el interés del informe, sin menoscabo de la validez y vigencia de varios aspectos básicos como principios de planificación. Uno de esos aspectos se refiere a la accesibilidad del tráfico externo a los centros urbanos existentes o históricos, generado por motivos de trabajo, consumo, ocio u otros; núcleos cuya función característica (residencial, mercantil, administrativa, turística, etc.) afecta, evidentemente, a la mayor o menor necesidad o deseo de acceder. Es, pues, fundamental cuidar la clase y tamaño de las actividades a emplazar, y analizar sus repercusiones sobre la vida urbana, costes sociales y demás factores. Porque el caudal automovilístico atraído suele sobrepasar la capacidad de acogida de unas áreas que tienen habitualmente vías y lugares poco idóneos. Por otra parte, la apetecida función «puerta a puerta» (llegada del coche hasta el punto deseado) complica y tensiona los movimientos motorizados, incidiendo negativamente en el espacio físico, usos, itinerarios peatonales y, en general, la seguridad y el bienestar que debe proporcionar el medio urbano.
Si el planificador busca compatibilizar objetivos, el de calidad del hábitat humano es, para Buchanan, prioritario; por ello sostuvo la necesidad de restringir el acceso del coche privado no residente a los centros urbanos, y, consecuentemente, la de prohibir en ellos los aparcamientos de rotación, causantes además de un permanente «efecto-llamada».
Dichos criterios apenas se aplicaron en nuestras ciudades; muestra reciente de ello es la pretendida construcción, en el corazón de Donostia, de otro centro comercial con un enorme parking de rotación: nueve plantas a excavar en roca dura bajo el único espacio verde que resta del histórico Cerro de San Bartolomé, tras su especulativa densificación. Usos innecesarios, construcciones irreversibles que prolongarían las molestias que sufren desde hace años los habitantes de un centro convertido en permanente «chantier» (obras de parkings y estaciones subterráneas, ferrovía del «Topo, privatización de servicios públicos, vaciado de edificios para hoteles, etc.) donde cada día surgen andamiajes, vallados y acopios. Nuevo castigo a los ciudadanos: desfile constante de camiones pesados, ruidos, vibraciones y polvo; alteraciones del trasporte público e itinerarios no motorizados...
Decisiones enemigas de aquella acertada política municipal favorable al dominio del viandante, la peatonalización y el embellecimiento de calles y paseos. Iniciativas que fomentan la atracción del automóvil al núcleo central, incrementando la ya desproporcionada acumulación actual de usos intensivos en un limitado recinto macrocefálico; que debilitan la vitalidad de barrios y periferias; que disparan los precios inmobiliarios y, en fin, muestran una concepción de la ciudad como mera mercancía, más que como el sustantivo ámbito social necesariamente diverso y participativo.
El modelo social condiciona, lógicamente, el modelo funcional de una ciudad. Conviene señalarlo cuando se conmemora el nacimiento, hace 150 años, del gran escritor donostiarra Pío Baroja, autor también de ácidos comentarios críticos con el modelo social de su ciudad; donde, cien años después, se sigue fomentando, actualizado y agigantado, aquel patrón de «ciudad-fonda» o «ciudad-zoco», poco grato ayer a Don Pío, y cuestionado hoy en ciudades con similares condiciones. Modelo que solo mira por intereses parciales y devalúa la todavía apreciable calidad urbanística, arquitectónica y ambiental donostiarra recibida en herencia.
Asistimos, con demasiada frecuencia, a la toma de decisiones urbanísticas muy contrarias a los proclamados fines de «reducción del tráfico central», «defensa del pequeño comercio», «diversidad», «sostenibilidad»…; conceptos huecos, meros adornos en la retórica oficial.
Política que cabe definir, con palabras de Buchanan, como «alimento de un monstruo de gran potencia destructiva».