Jonathan Martínez
Investigador en comunicación

Sobre la cultura de la cancelación

Perdonad que eleve la voz y que golpee con el puño en la mesa pero me pregunto dónde están tantos firmantes del españolísimo manifiesto cuando los poderes del Estado vulneran una y mil veces todos los derechos civiles que tanto consagra la Constitución

El pasado 7 de julio, en medio de las protestas por el homicidio de George Floyd, la revista estadounidense “Harper's” difundía una carta suscrita por una extensa nómina de escritores y académicos. Están Noam Chomsky y J.K. Rowling. Están Salman Rushdie, Margaret Atwood y John Banville. En la búsqueda de la justicia social, dicen los firmantes, han aparecido actitudes que menoscaban el derecho a la discrepancia y entorpecen el debate público. Advierten que Donald Trump representa un peligro para la democracia pero al mismo tiempo alertan de un antitrumpismo dogmático cuya intolerancia será amortizada por la derecha.

Para los abajofirmantes, la censura se ha extendido en nuestra cultura. Se impone la intransigencia hacia otros puntos de vista y han florecido diferentes modalidades de señalamiento público y ostracismo. Editores despedidos por adentrarse en controversias poco convenientes. Libros excomulgados. Periodistas vetados. Profesores investigados. La carta, en definitiva, dibuja un panorama desalentador para aquellos que escapan a determinados consensos. La ley del silencio es cosa del Gobierno pero también de una sociedad proclive a nuevas formas de fanatismo.

Por una curiosa ósmosis, todas las discusiones públicas que germinan en Estados Unidos terminan exportadas y a menudo tergiversadas más allá del país de las barras y las estrellas. Esta semana pasada, una nutrida lista de personalidades españolas se ha adherido a la declaración de “Harper's” y ha añadido su propia literatura al texto. Tenemos nombres como Fernando Savater, Mario Vargas Llosa, Juan Luis Cebrián, Borja Semper, Arcadi Espada, Jorge Bustos o Juan Soto Ivars. El manifiesto español denuncia la irrupción de corrientes «supuestamente progresistas, que se caracterizan por una radicalidad, y que apelan a tales causas para justificar actitudes y comportamientos que consideramos inaceptables».

En una referencia explícita que no aparece en el manifiesto de “Harper’s”, los autores españoles denuncian represalias «contra intelectuales y periodistas que han criticado los abusos oportunistas del #MeToo o del antiesclavismo new age». Algunos autores, advierten, han sido injustamente tildados de «machistas o racistas y maltratados en los medios, cuando no linchados en las redes». Denuncian que «cierta izquierda» ha tratado de imponer su «supremacismo moral» con una actitud cercana a la extrema derecha.

Me gustaría plantear algunas objeciones. Reconozco que resulta tentador acudir a una réplica ad hominem. Al fin y al cabo, el texto español manifiesta su adhesión a los movimientos por los derechos civiles pero una significativa porción de sus firmantes ha militado en el españolismo más recalcitrante o ha respaldado opciones políticas alineadas con la derecha radical. Algunos son estandartes de eso que llaman extremo centro, una camarilla de hombretones bien retribuidos que se mojan menos que un beduino en el desierto. Perdonad, pero me suena a lágrimas de cocodrilo.

Para que nadie ponga en duda mi ecuanimidad, quiero conceder un tanto a la reflexión de “Harper’s”. Creo que las redes sociales, al margen de sus bondades, han cultivado una atmósfera perniciosa que envenena el debate público. Los mensajes simplificados, la hegemonía de la imagen y la viralidad fomentan una polarización hooligan donde la extrema derecha retoza como un jabalí en un charco de fango. Me incomodan las falsas unanimidades de la militancia cibernética. Me agota la histeria efímera de los trending topics y me dan pereza los centinelas insomnes de la moral. Me disgustan los linchamiento tuiteros porque me parecen un sucedáneo cutre de las lapidaciones saudíes.

Dicho esto, habrá que repetir lo evidente. Que hablar de libertad de expresión sin hablar de relaciones de poder no sirve para nada. Y pasar de puntillas sobre las diferentes formas de dominación invalida cualquier tentativa de análisis. Habrá que recordar que la violencia policial contra las minorías raciales no corresponde a un episodio esporádico sino a un modus operandi. Que el colonialismo no constituye un capítulo más o menos vergonzoso de nuestra historia sino un procedimiento de acumulación de capital aún vigente. Que el patriarcado camina de la mano del neoliberalismo. Que la lucha de clases no ha terminado y que son los ricos quienes van ganando.

Perdonad que eleve la voz y que golpee con el puño en la mesa pero me pregunto dónde están tantos firmantes del españolísimo manifiesto cuando los poderes del Estado vulneran una y mil veces todos los derechos civiles que tanto consagra la Constitución. Dónde están cuando clausuran medios de comunicación con pretextos peregrinos. Dónde están cuando el Gobierno anuda la mordaza. Dónde están cuando el Comité Europeo para la Prevención de la Tortura detalla una violación en la comisaría de Tres Cantos. Dónde están cuando detienen a militantes comunistas, anarquistas o independentistas con pruebas falsas o cuando los encarcelan en un abuso clamoroso de la prisión preventiva.

Sé que Jorge Bustos estaba llamando «primates» a los represaliados de Altsasu y burlándose del exilio de Valtònyc. Sé que Vargas Llosa se largó indignado del PEN Internacional cuando la asociación de escritores reclamó que se retiraran los cargos contra Jordi Cuixart y Jordi Sànchez. Sé que Fernando Savater engrosaba las listas electorales de Ciudadanos mientras el partido naranja trapicheaba sillas de gobierno con la ultraderecha.

En la era del meme viral y de la justicia digital, las dinámicas sociales no están exentas de abusos y arbitrariedades. Hace ya más de un año, una trabajadora madrileña de Iveco se suicidaba después de que otro empleado distribuyera un vídeo íntimo por WhatsApp. Si existe algo que merezca ser llamado «cultura de la cancelación» debe de tener ese aspecto. Lo demás, lo siento mucho, son lagrimitas de señores que se rasgan las vestiduras porque no pueden ejercer como palanganeros del poder sin que haya gente que les cante las cuarenta.

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