Superar las dinámicas tóxicas para construir organizaciones alineadas con el cambio social que buscamos
Recientemente, Íñigo Errejón, fundador de Podemos y más País, y figura carismática de la izquierda progresista, intentó justificar unas acusaciones gravísimas −agresión sexual, autoritarismo, abuso de poder y maltrato hacia compañeros− apelando a un supuesto «gen neoliberal». Sin embargo, estas actitudes no han sorprendido a muchos. Cuando una figura influyente dentro de una organización perpetra estas dinámicas, el daño va mucho más allá de lo personal: afecta la percepción pública y pone en jaque la legitimidad de todo el colectivo. Estas conductas generan desconfianza, desmotivación y una profunda crisis de credibilidad en las organizaciones de izquierdas, precisamente aquellas que aspiramos a liderar una transformación radical de la sociedad.
Lo inquietante es que estas dinámicas no son nuevas. Salvando las enormes distancias, muchas militantes de izquierda nos politizamos durante el 15M en entornos marcados por una toxicidad insoportable. Este paralelismo no es casual, y nos invita a una reflexión urgente: ¿cómo hemos permitido que las dinámicas de poder, el autoritarismo y la falta de transparencia se normalicen en espacios que deberían ser horizontales y justos? El caso de Errejón es un recordatorio incómodo de que el cambio social que buscamos debe empezar por transformar nuestras propias prácticas internas. Sin esa autocrítica, corremos el riesgo de perpetuar aquello que queremos combatir.
El reto es construir organizaciones sanas y adoptar un compromiso colectivo frente a dinámicas tóxicas. En las organizaciones políticas, el compromiso colectivo debería ser el cimiento sobre el que se construyen los objetivos comunes. Sin embargo, no es raro que estas estructuras se vean atravesadas por dinámicas tóxicas que desgastan, dividen y desvían el propósito original. Aunque reconocemos estas actitudes, muchas veces permanecen sin cuestionarse, protegidas por el silencio, la comodidad, la lealtad mal entendida o tristemente, también por el miedo que suscitan estas personalidades.
En muchas organizaciones, el paternalismo actúa como un obstáculo invisible pero poderoso. Miembros con más experiencia o en posiciones de liderazgo asumen roles de figuras protectoras, justificando su control con la idea de «saber lo que es mejor» para el colectivo. Estas figuras se convierten en filtros autoritarios, descalificando propuestas o decisiones que consideran ajenas a su ortodoxia. Aunque el paternalismo pueda parecer bienintencionado, socava gravemente la autonomía y la participación activa, reforzando jerarquías informales que contradicen los ideales democráticos. En lugar de fomentar una construcción colectiva, estas actitudes generan un clima de condescendencia que limita la capacidad del grupo para innovar y avanzar.
Entorno a estas figuras que se perciben como líderes orbitan militantes que socavan la colectividad. ¿Quién no conoce a esa persona militante que siempre tiene algo que decir sobre cómo deberían hacerse las cosas, pero nunca se involucra en las tareas prácticas? Capaz de redactar interminables documentos llenos de acusaciones y críticas formales, pero ausente en la acción colectiva. Este perfil no solo es frustrante, sino profundamente perjudicial para cualquier organización. Estas personas representan una contradicción: su aparente interés por «corregir desviaciones» no se traduce en un compromiso real con los objetivos comunes. En cambio, su enfoque en los conflictos internos desvía el trabajo colectivo hacia disputas estériles, desmotivando a quienes sí están comprometidos. La falta de acción práctica, combinada con una habilidad para sembrar discordia, puede paralizar una organización, manteniéndola secuestrada y alejándola tanto de su misión como de potenciales nuevos militantes.
Un recurso frecuente de quienes buscan evitar el trabajo práctico es el refugio en la burocracia. Alegan defectos de forma, critican decisiones necesarias y bloquean iniciativas desde la comodidad de la pasividad. Mientras tanto, las bases militantes cargan con el peso de las tareas fundamentales. Este uso tóxico de las reglas y procedimientos no solo paraliza el colectivo, sino que también refuerza la percepción de que la organización es un espacio hostil y autorreferencial. En lugar de promover la acción, la burocracia se convierte en un arma para el control y el desgaste.
Lo más incómodo de todo esto es reconocer que, en algún momento, todos hemos sido parte de estas dinámicas destructivas. Ya sea por acción o por omisión, hemos contribuido al desgaste colectivo, priorizado conflictos personales o callado ante actitudes tóxicas. Este reconocimiento no es un acto de debilidad, sino una oportunidad para reflexionar y transformar nuestras prácticas. La falta de transparencia, combinada con la resistencia a la autocrítica, perpetúa estas dinámicas. Sin espacios seguros para cuestionar, debatir y aprender de los errores, las organizaciones terminan replicando los mismos patrones de poder que critican.
Hacia organizaciones más sanas: una propuesta transformadora
El cambio real en las organizaciones comienza desde dentro, cultivando prácticas que reflejen los valores que se proclaman hacia fuera. Construir estructuras verdaderamente democráticas, horizontales y efectivas exige una horizontalidad auténtica, donde todas las voces sean escuchadas y valoradas, evitando la acumulación de poder a través de la rotación constante de roles y responsabilidades. La transparencia debe ser una norma, garantizando que las decisiones y los debates sean accesibles para todos, con mecanismos claros que permitan resolver conflictos de manera justa y abierta. Además, es crucial promover la acción práctica, reconociendo y recompensando a quienes trabajan activamente, estableciendo estándares mínimos de participación para que el compromiso sea equitativo. Por último, una cultura de autocrítica y aprendizaje, donde los errores sean vistos como oportunidades para mejorar, debe acompañarse de la apertura a propuestas innovadoras, incluso si desafían las tradiciones o esa supuesta ortodoxia infranqueable. Este enfoque no solo fortalece las organizaciones, sino que las convierte en un modelo del cambio que buscan promover.
El liderazgo del empoderamiento colectivo
El verdadero liderazgo no se basa en proteger, controlar o imponer, sino en empoderar a todos los miembros para que contribuyan plenamente a los objetivos colectivos. Las dinámicas tóxicas no son inevitables; son un reflejo de prácticas que podemos transformar si asumimos un compromiso sincero con el cambio. El desafío para las organizaciones de izquierda no es solo luchar contra las injusticias externas, sino también erradicar las jerarquías informales, el paternalismo y la burocracia que las frenan desde dentro. Si queremos ser ejemplo del cambio que deseamos en la sociedad, debemos construir espacios de trabajo donde la solidaridad, la transparencia y el respeto sean la norma. Y se puede hacer.
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