Iñaki Egaña
Historiador

Tambores de guerra

En el verano de 1977, las dos sondas Voyager abandonaron la tierra en dirección a los planetas exteriores del sistema solar, Júpiter, Saturno y Urano. El éxito de la misión los llevó a continuar su viaje al espacio interestelar. Hoy, casi medio siglo después, se encuentran a cerca de 25.000 millones de kilómetros de nuestro planeta, mientras se anuncia que para el año que viene se convertirán en fantasmas, ya que perderemos definitivamente su contacto.

Aquellos pequeños artilugios espaciales fueron cargados con mensajes humanos por si, en alguna ocasión, una inteligencia alienígena se topara con ellos. Kurt Waldheim, entonces secretario general de Naciones Unidas, grabó un mensaje de paz, en nombre de la especie humana, mientras un disco de oro reproducía breves comunicaciones en 56 idiomas. La paz fue el vocablo más usado en los mensajes, en especial el último, grabado en aquella lengua artificial inventada por L. L. Zamenhof, el esperanto, ahondando en la fraternidad humana: «Nos esforzamos por vivir en paz con los pueblos de todo el mundo, de todo el cosmos».

En hebreo, Israel, un Estado creado por Occidente para la guerra −visto lo visto− estampó una sola palabra: «Paz». La inglesa fue más larga: «Hola de los niños del planeta Tierra». Obviamente, se refería a «ciertos niños del planeta Tierra», no, por el contrario, a los miles que mueren en Palestina, en las hambrunas planetarias o en las minas de coltán en Congo. Aquel disco de oro, endulzado con el Concierto de Brandeburgo de Bach y la Quinta Sinfonía de Beethoven, fue un gran fraude. La palabra clave debería haber sido otra bien distinta. Guerra. El estado natural de las élites humanas para lograr sus propósitos políticos y, sobre todo, económicos. Agresiones avaladas algunas por ese «derecho internacional» creado por Washington.

Casi cincuenta años más tarde del despegue de Cayo Cañaveral de los dos viajeros estelares, nuestro planeta se encuentra a las puertas de un nuevo caos bélico cuyas consecuencias, a estas alturas de la historia, serán, inevitablemente, apocalípticas. No aprendimos de las dos contiendas mundiales que dejaron decenas de millones de víctimas mortales y el arco cronológico consiguiente ha demostrado que la guerra, como decía el general prusiano Carl von Clausewitz, es «la continuación de las relaciones políticas por otros medios».

Las últimas expresiones de diversos agentes alientan a un conflicto mundial abierto. Una pugna económica por la hegemonía de los recursos, en plena crisis climática y de civilización. El candidato Trump augura un baño de sangre en EEUU si no alcanza la Casa Blanca en las elecciones presidenciales del 5 de noviembre próximo, mientras Macron, a este lado del océano, aboga por una intervención con tropas de la OTAN en Ucrania.

Desde febrero, Kiev comenzó una campaña de propaganda a la que se han ido uniendo los líderes de los países bálticos, Margarita Robles y otros dirigentes europeos. Se trata de una dialéctica para recibir unos y justificar otros una ayuda militar millonaria en detrimento de los ciudadanos de sus países. ¿Una campaña de intoxicación como lo fue la de los días y semanas posteriores al inicio de la guerra? ¿O se trata de un riesgo real? De entrada, la respuesta de Rusia ha sido contundente: el envío de tropas de la OTAN a la lucha cuerpo a cuerpo será respondido con armas nucleares. China tampoco ha andado con medias tintas. Cualquier intervención de la OTAN contra Rusia le obligará a Beijing a implicarse en el conflicto. Las simulaciones de ataques nucleares a Rusia fueron rebatidas con otro video, un simulacro de ataque nuclear que deja bien a las claras lo que podría pasarle a Europa hasta los Pirineos, y especialmente a Francia y a los países bálticos, que fueron los primeros en elevar el tono. Kiev no puede perder la guerra después de tantas decenas de miles de millones de euros y dólares recibidos. O lo que es lo mismo, Rusia no puede ganarla, en esta nueva Guerra Fría construida por EEUU con Europa de escenario.

Recientemente, la provocación del ataque en Transnistria a las tropas rusas (un helicóptero agredido por un dron ucraniano), deja entrever que podemos estar ante otro frente inminente. Si Moldavia no responde a la injerencia ucraniana en lo que consideran su territorio (Transnistria) obligará a Rusia a la defensa del enclave y, más pronto que tarde, a reconocer de facto a la república separatista poblada por rusos (similar a lo ocurrido en Crimea). Todo ello teniendo en cuenta que Moldavia ha solicitado su incorporación a la UE y que todavía no es miembro de la OTAN. El tablero de ajedrez se moverá rápidamente y cuanto más tiempo pase en poner final a la guerra de Ucrania, más avanzará Rusia. El futuro probable ya lo advierten militares de inteligencia española en la reserva: Ucrania se partirá en dos, Novorrossiya y el resto que se acabará convirtiendo en un Estado tapón.

Europa, sin embargo, no es el único territorio en liza. Durante el verano de 2022, la OTAN, dejó de lado a Rusia (a seis meses del inicio de la guerra) durante la cumbre de Madrid y a instancias de Washington puso el acento en China, a la que consideró y considera una amenaza y un desafío. Era la primera vez que la OTAN se refería a China como una amenaza. La OTAN definió a Rusia como el desafío del presente y a China la del inmediato futuro. Desafíos en las islas Spratly, Paracel y Taiwan, en el mar de China, serán la hipotética provocación militar a Beijing como fue la del Dombás en 2014 o en la década anterior la llamada Revolución Naranja en Ucrania.

La guerra económica, sin embargo, ya había comenzado (Huawei, teléfonos, semiconductores, coches eléctricos, minerales raros... y ahora Tik Tok) mientras los defensores del neoliberalismo ya no lo son tanto. Tal y como los defensores de la democracia dejan de serlo cuando ganan otros. Europa, Asia, África, América Latina son los escenarios de la guerra económica. ¿Lo serán de la militar?

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