Todo es mercado
Decía el rabino Joachim Prinz, en el Berlín de 1935 y en relación con la vida cercada (Gueto) a la que se estaba sometiendo a la población judía: «El gueto [ghetto] es el ‘mundo’. Fuera también es el gueto. En el mercado, en la calle, en la taberna, todo es gueto. Y tiene una señal. Esa señal es la falta de vecinos. Acaso esto no haya sucedido nunca en el mundo y nadie sabe cuánto tiempo se puede soportar; la vida sin vecinos...» (Z. Bauman: "Modernidad y holocausto", 1997).
Era una situación marcada por la inevitabilidad de unos límites que hacían de la vida algo incompleto, por la falta de alternancia: una continuidad asfixiante, donde todo es lo mismo, donde todo es igual. A la manera del hombre unidimensional que imaginara Herbert Marcuse, allá por el año 1964, donde hacía una crítica tanto al capitalismo de la necesidad, como al comunismo de la obligación, porque todo, de una manera u otra, se presenta como inevitable, que es lo más parecido que encontramos a la idea de la muerte.
Contra la tradición clásica (Grecia & Roma) de nuestra existencia, incluso contra la tradición cristiana, donde existía cielo y tierra, el mundo nuestro elimina la idea de alternancia, donde las diferentes esferas de nuestra existencia permitían la implementación de diferentes roles, significados, actividades, afectividades a lo largo de nuestra trayectoria vital: porque el día tiene noche y lo exterior denota la existencia de un interior, nuestra vida adquiría sentido y significación en el transcurso de dicha alternancia. Ir de aquí para allá, cambiar de sitio o de relación o de profesión o de condición era posible por la idea de una dimensionalidad plural, alternante, cambiante. La propia configuración democrática moderna está cimentada sobre la base de esa dimensión plural, caracterizada bien por el sistema de doble cámara (tradición anglosajona) o por la división de poderes, relacionados pero independientes (tradición francesa), pero también por la idea de alternancia de partidos en el gobierno, que representan la pluralidad ideológica de la sociedad.
Pero los tiempos que corren han quebrado los puentes que permitían el tránsito entre orillas, haciendo de nuestro mundo un páramo infinito, carente de refugios (la Sociedad del Riesgo, de Ulrich Beck), y todo ello marcado por un término sacrosanto: el mercado. Como el cínico Arbeit macht frei (El trabajo te libera) a la entrada de Auschwitz, el mercado es esa nueva condición de libertad que solo viene a redundar en una creciente esclavitud, pues toda premisa vital que se le pueda ocurrir a uno viene determinada y/o condicionada por su adecuación a los principios del beneficio: «Es el mercado, amigo», decía, en 2018, un Rodrigo Rato envuelto en un sinfín de procedimientos judiciales de carácter económico.
Una de las manifestaciones de ese imperialismo mercantil es la multiplicación de lo que podríamos denominar «la Ciudad Vacacional». Esto es, la conversión de las ciudades en resorts turísticos, para mejor disfrute del visitante/turista, que condiciona el conjunto de las actividades urbanas al mejor beneficio del mercado turístico, limitando, en diferentes grados, la capacidad de alternancias posibles en la ciudad. Esta ciudad vacacional limita la posibilidad de elección para vivir en unas zonas u otras de la ciudad, por la tensión inmobiliaria que busca un incremento del beneficio en un tiempo rápido por parte de propietarios desvinculados de la propia urbe; limita la posibilidad de competencia, pues se monotematiza el consumo en torno al interés del visitante −souvenirs, hostelería o negocios ad hoc−, en detrimento del producto local de bienes esenciales para los vecinos −alimentación, menaje, productos del hogar o de vestimenta, etc.−; limita también la efectividad de los recursos públicos disponibles que, en gran medida, se desplazan hacia el interés particular del turismo, con la promesa de que eso, posteriormente, revierte en el interés general; limita igualmente la salubridad y calidad de los recursos naturales, por la saturación en el uso y disfrute de recursos como el agua, la generación de basuras, la urbanización de la costa, el exceso de vehículos; limita el acceso de los locales a sitios de tradicional raigambre que, por mor del interés del visitante, se ven desplazados ante la avalancha de «clientes»; limita la formación de la gente joven, que ve en la economía «fugaz» del turismo una salida rápida para sus aspiraciones económicas.
Y, aunque la lista podría continuar, la realidad de la ciudad vacacional tiene un problema que resume todo lo dicho, y nos remite al rabino Joachim Prinz: la ciudad vacacional se convierte en una ciudad sin vecinos, ahora expulsados, donde todo es mercado: en el bar, en la tienda, en la playa, en el museo, en la calle... ¡Todo es mercado! Toda la razón de ser es el beneficio de una industria, la turística, que se caracteriza por la depredación de los recursos locales para mayor beneficio de inversores desvinculados de lo local. Una industria que, en los últimos años, se ha convertido en una paradoja económica: "Regiones cada vez más ricas con habitantes más pobres" ("El Confidencial", 04/10/2018). Pues la industria turística abunda y profundiza las tendencias de la actual economía global, donde cada vez más está en manos de menos, o, lo que es lo mismo, concentración de la riqueza e incremento de la desigualdad. La ciudad vacacional emerge como una ciudad sin vecinos, una no-ciudad, al estilo de Marc Augé ("Los no lugares", 1992), donde las personas no habitan y las relaciones son pasajeras, sin posibilidad de generar encuentros significativos. Este es el nuevo mundo-gueto que genera la ciudad vacacional, una ciudad cuya posibilidad de movimientos se ve limitada por la aparición del imperativo turístico, y que se ciñe a los mandatos del paraíso teológico-consumista del inalcanzable futuro perfecto: «Mañana, cadáveres, gozaréis» (Jesús Ibáñez).