Mikel Casado
Fundación H&H, entidad del Foro Social Permanente

Tomarse la convivencia democrática en serio

La convivencia debe ser entendida como garantía de cumplimiento tanto de derechos civiles como sociales o económicos, además de los antes mencionados: ecológicos, etc. Para eso el pueblo soberano constituye el Estado democrático.

El Foro Social Permanente ha abierto un debate sobre lo que se concibe por convivencia democrática. Si bien mayormente el pensamiento nos lleva a concebirla en el ámbito político y social después del final de la violencia de ETA, desde un análisis más general, filosófico y socioeconómico, mi consideración es la siguiente: la convivencia es la prioridad de toda sociedad democrática y del Estado que la representa por ser el bien preciado, la prevención y alternativa al sufrimiento ocasionado por el uso de la fuerza y posibles violencias.

Intentaré aclarar esto. Los primates humanos, de natural, tenemos tanto tendencias violentas como cordiales, de cuidado, hacia nuestros semejantes. Es decir, no somos buenos o malos por naturaleza, pero podemos ser capaces de lo uno y lo otro según la educación y las circunstancias, especialmente en aquellas de carencia y lucha por la supervivencia. Y nada nos obliga de manera moralmente categórica a ser de una forma u otra, ni Dios, ni la naturaleza, ni la tradición, ni derechos naturales pre políticos tales como la libertad, la propiedad, etc.

Dios no obliga a quien no cree; la naturaleza no nos puede obligar porque de ella sólo aprendemos cómo es, no cómo debemos comportarnos, si usando la violencia (exponiéndonos a sufrirla, aunque nos creamos invencibles) o practicando el amor, la empatía, la solidaridad, la misericordia, etc. Por ejemplo: la ciencia dice que los organismos que colaboran entre sí tienen más opciones de supervivencia. De acuerdo, pero concluir la obligación moral de colaborar precisa previamente ponerse de acuerdo en el valor de la supervivencia, y en qué condiciones; la tradición tampoco obliga, porque la manera en que se hacían las cosas en el pasado no tiene por qué perdurar por los siglos de los siglos, siendo que muchas tradiciones, como objetos culturales que son, pueden ser bárbaras; creer en derechos naturales previos al acuerdo es como creer en imposiciones divinas. Además, si el derecho es una relación bilateral, entre dos partes («Tengo derecho» = «Tú debes respetar»), sólo puede ser acordada, no puede ser impuesta.

Sólo nuestros semejantes primates racionales son entidades con las cuales, de manera deliberativa, dialógica e igualitaria (imaginándonos todos y todas iguales en todos los aspectos, pues lo acordado desde la fuerza no puede ser aceptable ya que supone reproducción del dominio de unos sobre otros), podemos establecer, en forma de proceso constituyente, un contrato o acuerdo social sobre el deber ser; unos procedimientos de ética mínima para el bien común (la convivencia), permanentemente actualizables, para evitar el sufrimiento de la posible violencia recíproca propia de la selva, donde no hay moral, ni verdades, ni derechos naturales.

Ese es el paso conceptual, atemporal que lo cambia todo, pues nos comprometemos a no dejarnos llevar por la tentación del uso de la violencia a cambio de protección mutua y posibilidades de existencia. Esos procedimientos son los que constituyen y fundamentan la moral laica, el derecho. Y el resultado de ese acuerdo es, y sólo puede ser, el corpus completo de los derechos humanos (basados en el reconocimiento recíproco de la igualdad en la dignidad humana), que son la base de la democracia, las condiciones de posibilidad de la misma. Es cierto que los derechos humanos son resultado de luchas históricas. Pero deben ser entendidos como lo que surge del acuerdo, el principio lógico atemporal, en el ámbito de la justificación, que marca la diferencia entre la prepolítica y la política. Dicho de otra manera: no puede haber convivencia si no hay democracia en el sentido del cumplimiento estricto de los derechos humanos, tanto civiles como sociales (económicos), además de los considerados derechos de tercera y cuarta generaciones como son los derechos ecológicos, derecho a la paz, al agua, a la autodeterminación, etc. Hay que tener en cuenta que, si la prioridad es evitar el sufrimiento de la siempre posible violencia, se acuerdan, no sólo una garantía de protección física frente a la posible violencia del más fuerte, además de unos derechos civiles de participación política, sino también la garantía de unas condiciones de vida digna proporcionales a la riqueza general. Todos son parte del mismo «paquete» indivisible. Un acuerdo por sólo una protección física y derechos individuales no tendría sentido, sería desequilibrado, pues sería inasumible hacer a alguien respetar las leyes aún viviendo en la insuficiencia. Es decir, la convivencia debe ser entendida como garantía de cumplimiento tanto de derechos civiles como sociales o económicos, además de los antes mencionados: ecológicos, etc. Para eso el pueblo soberano constituye el Estado democrático, para cumplir esos procedimientos y hacerlos cumplir mediante leyes que sólo deberán ser obedecidas si son justas, acordes con tales principios. Ese es el trato y el compromiso. Y hay que cumplirlo.

Por eso digo arriba que promover y cuidar la convivencia es la prioridad, la primera obligación de la sociedad y del Estado, como una de las posibles encarnaciones (algo así como fiduciario) del acuerdo social. Ideas opuestas como «La prioridad del Estado no es la convivencia»; o esto más discriminativo: «El Estado sólo garantizará unos derechos pero no otros» parecen una incoherencia demencial, inaceptable, pues no lo hemos constituido para eso, sino para protegernos, cuidarnos y vivir dignamente, teniendo en cuenta que el objeto de recíproca protección es la sociedad cohesionada como si fuera una especie en peligro de extinción, sin la cual el individuo es un ser indefenso, nada. Esa es la obligación del Estado, su deber. Por ello, proteger los bienes comunes es proteger la sociedad, las personas. El deber prioritario del Estado no es proteger el mercado o los intereses individuales tales como el enriquecimiento desmedido, si esos intereses chocan con los derechos fundamentales mencionados. Por ello, la solidaridad debe entenderse no como una opción de la voluntad individual que surge en casos puntuales, sino como un compromiso y obligación del Estado, en sentido fuerte, en virtud del acuerdo social. Claro que esto no significa que la sociedad delegue totalmente en las estructuras estatales, sino que le es propio seguir siendo soberana tanto en decisiones sustanciales y últimas como en procesos de participación política de todo tipo y nivel de afectación, siempre y cuando no sean decisiones contrarias a los principios del acuerdo social primero.

Entonces, si la convivencia se entiende como respeto y cumplimiento de todos los derechos humanos, cada vez que se incumpla alguno de esos derechos o se desatiendan reivindicaciones legítimas, se estarán mermando las condiciones de posibilidad de la convivencia, se estarán sembrando las semillas de la discordia, del conflicto y quizá de la violencia, pues se crea desconfianza, decepción, desafecto y resentimiento hacia quienes, estando en el poder, deberían cumplir el trato. Un ejemplo de esas rupturas del acuerdo es el abandono de gran parte de la sociedad a su suerte individual e individualista («Sálvate tú mismo, no esperes nada del Estado» propio del neoliberalismo), con futuro incierto, mientras se ayuda a la minoría más pudiente, causando una obscena desigualdad, al tiempo que se señala a otras víctimas de la misma injusticia, locales o extranjeras, como chivo expiatorio. Ello resulta una perversa estrategia que da lugar al aumento del odio y surgimiento de opciones políticas autoritarias y violentas, como se ha visto en desgraciadas épocas anteriores y que hoy día vuelven a resultar un muy serio peligro para la ya débil convivencia democrática. Por eso, tomarse la convivencia en serio es crear las condiciones de posibilidad para la misma y hacerlo como compromiso social permanente.

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