Maite Iturre
Politóloga internacionalista y miembro de Aralar

Turquía, ¿Estado seguro?

La atención mediática de las últimas semanas ha girado básicamente entorno al acuerdo UE-Turquía sobre los refugiados, que, merecidamente, ha recibido gran cantidad de críticas desde diversos sectores.

Aún a la espera de ver cómo se procederá a su implementación, entre otras cuestiones pendientes, Grecia tendrá que modificar su marco legal para poder considerar a Turquía como un Estado seguro. Es precisamente sobre este aspecto sobre el que quisiera incidir, a la vista de la tácita aceptación de la supuesta seguridad del Turquía ofrecida por las instituciones comunitarias, prácticamente todos los gobiernos europeos y los medios de comunicación en general.

A nivel geoestratégico, Turquía ha sido desde la Segunda Guerra Mundial pieza clave para la OTAN, y ante la actual situación de inestabilidad exacerbada en Medio Oriente, ese papel sólo puede verse acrecentado, pese a que ello suponga, una vez más, un deliberado ejercicio de hipocresía por parte de los gobiernos occidentales. La seguridad puede ser entendida de formas muy diversas, claro está; se la puede concebir como la situación de tranquilidad pública basada en el control exhaustivo de las relaciones humanas aunque sea en detrimento de los derechos de las personas, o bien, como la situación de tolerancia y respeto a los derechos humanos que garantiza que la pluralidad no sea considerada como un riesgo.  Vale la pena plantearse a qué concepción  de seguridad obedece el gobierno de Erdogan, y sacar conclusiones.

Sabido es el importante papel jugado por las fuerzas kurdas frente a ISIS en la zona del Kurdistan sirio (Rojava). Más aún, allí recientemente los municipios autoorganizados bajo control kurdo se han declarado como federación. El gobierno turco ve con gran preocupación los efectos que esa experiencia pueda tener a su lado de la frontera, en tanto que supone una puesta en práctica de los principios reivindicados por el movimiento kurdo. En efecto, el objetivo de este movimiento, liderado por el encarcelado de por vida Abdullah Oçallan, consiste en la construcción de un confederalismo basado en los principios de la democracia, la ecología y la liberación de género. En este sentido, se plantea que la solución de autonomía democrática para la cuestión kurda en Turquía, no puede ser separada de la cuestión de la democratización del Estado. Pero es evidente que eso no interesa a Erdogan.

Trágicamente los sucesos de los últimos meses muestran cómo, a pesar de alejarse cada vez más de los principios de Copenhague necesarios para una futura adhesión a la Unión Europea, Turquía gana peso estratégico como aliado de esa Unión que es incapaz, política y éticamente, de dar una respuesta a la crisis de los refugiados de la guerra en Siria. En efecto, a la par que el Estado turco restringe de forma extrema la utilización de métodos políticos y democráticos a nivel interno, gana en complicidad interesada de los gobiernos europeos, que hacen la vista gorda para con las violaciones flagrantes de derechos humanos cometidas por el gobierno turco, al sólo efecto de lavarse las manos de un problema de cuyas orígenes son parte.  

Cabe recordar que el 28 de febrero de 2015 el AKP (Partido de la Justicia y el Desarrollo) y el HDP (Partido Democrático de los Pueblos) firmaron la Declaración de Dolmabahçe, estableciendo una hoja de ruta para el proceso de negociación que debería culminar con tres décadas de guerra sangrienta entre Turquía y las fuerzas kurdas. A pesar de ello, el Presidente Erdogan, rechazó de plano el acuerdo firmado por su partido, dando por finalizado el alto el fuego de casi 3 años. Tras haber perdido la mayoría en las elecciones de junio de 2015, y negándose a formar cualquier tipo de coalición dado su objetivo de configurar un sistema presidencial totalmente centralizado, forzó nuevas elecciones, que tuvieron lugar el 1º de noviembre. Uno de los principales objetivos era lograr que el HDP, mayoritariamente apoyado por los kurdos, no superara el 10% de umbral electoral como había hecho en junio. La precampaña se caracterizó por más de 300 ataques organizados a las sedes y miembros del HDP y el ataque a la población kurda del oeste de Turquía, con el beneplácito de facto del gobierno turco. El objetivo era claro: amenazar a la población turca en el oeste del país con el riesgo de la inestabilidad económica, y a la población kurda en el este con más muertes y violencia en Kurdistán.

Si bien la Constitución de Turquía reconoce el derecho a la vida, la vivienda y a la expresión, otras provisiones normativas aprobadas por el Gobierno permiten cualquier actuación arbitraria bajo situación de «estado de sitio», gozando así todas las actividades ilegales cometidas por policías y soldados de inmunidad judicial.

Así pues, la declaración de estado de sitio por tiempo a menudo indeterminado en decenas de zonas y ciudades de Kurdistán ha supuesto que en los últimos meses no haya habido día en que las violaciones de los derechos humanos no se hayan producido y multiplicado:
(1) detenciones y arrestos arbitrarios contra kurdos y opositores democráticos, basados en la provisión normativa de la mera existencia de "duda razonable", sin ningún tipo de garantía;
(2) violación del derecho a la vida de las personas civiles kurdas: las acciones de guerra emprendidas al amparo del estado de sitio por el ejército turco han ocasionado la muerte de centenas de personas, víctimas del fuego abierto sobre la población civil y la prohibición del acceso de ambulancias;  
(3) violencia selectiva contra las mujeres kurdas, que han sido asesinadas por tiros de la policía y los soldados turcos, siendo los casos más significativos los de las políticas y activistas feministas Seve Demir, Pakize Nayir y Fatma Uyar a principios de 2016;
(4) violación del derecho a la libre expresión y a la manifestación, traducido en la persecución y detención de periodistas y usuarios de redes sociales, y a la intervención y/o cierre de medios de comunicación, así como en la represión con fuego real y gases lacrimógenos altamente concentrados de protestas civiles pacíficas;
(5) violación del derecho a la educación, como consecuencia de la ocupación por parte del ejército turco de las escuelas y su utilización como cuarteles, la expulsión de profesores provenientes del oeste del país, y la obstaculización del acceso  a clases de las y los niños;
(6) violación del derecho a la vivienda y a la libertad de movimiento, a raíz  del uso de armamento pesado por parte del Ejército turco contra las viviendas de la población civil, ocasionando su total destrucción y el desplazamiento forzoso de miles de vecinas y vecinos kurdos.

De hecho, todo parece indicar que el gobierno turco pretende valerse de la situación coyuntural de la guerra en Siria para intentar «acabar» -en el peor de los sentidos- con la cuestión kurda. Por un lado, como se acaba de señalar, Turquía ha ocupado militarmente diversas poblaciones de Kurdistán, especialmente aquellas limítrofes con Siria, llevando a cabo acciones de guerra contra la población civil que, al desplazarse huyendo, deja un vacío a modo de cordón sanitario en la zona fronteriza con Rojava y sus pueblos autogobernados y federados. Al mismo tiempo, busca sembrar el pánico y disminuir el apoyo de la población a los planteamientos de autonomía y autogobierno defendidos por el HDP. Por otra parte, como se está tristemente evidenciando en Diyarbakir-Amed, donde el distrito de Sur, reconocido como Patrimonio de la Humanidad por UNESCO ha sido ocupado, en gran parte destruido y, con motivo de una decisión gubernamental del mismo día de Newroz (21 de marzo) confiscado por el Estado en un 90%, las autoridades turcas buscan borrar físicamente las huellas de la larga y rica historia del pueblo kurdo, alienándolo cultural y espiritualmente y debilitándolo psicológicamente.  

Y a todo esto se suma y se entremezcla el drama de los refugiados que vienen huyendo de Siria, y que o bien son abandonados a su suerte por el gobierno turco, o bien son instrumentalizados -en el caso de aquellos de origen árabe- para que, reasentándolos selectivamente en zonas con mayoría kurda, e incluso estimulando económicamente los matrimonios mixtos, contribuyan a «diluir» al pueblo kurdo.

Evidentemente, el gobierno de Turquía no cumple su propia Constitución ni mucho menos los más básicos principios internacionales de derechos humanos dentro de sus fronteras.  Pero ni la Unión Europea, ni Naciones Unidas, ni el Consejo de Europa ni la OSCE han alzado firmemente la voz sobre la cuestión. Y  ahora, al gobierno de Erdogan el acuerdo UE-Turquía le sale redondo; recibe ingentes cantidades de dinero por recibir refugiados, personas que luego podrá emplear para sus propios fines internos según le plazca; obtiene la liberalización de la obligación de visados europeos para los ciudadanos turcos; se garantiza el silencio cómplice sobre la ocupación y guerra en Kurdistán por parte de una Unión Europea temerosa de seguir recibiendo olas de refugiados y refuerza su posición de aliado de Estados Unidos en la zona. Y lo que es aún más preocupante: se sitúa en una posición de fuerza, que puede dificultar la búsqueda de una salida a la guerra en Siria. Kurdistán y la reivindicación de un sistema de autonomía democrática que pueda dar salida a la crisis de Medio Oriente están siendo sacrificados en el altar de la incapacidad e hipocresía occidentales en materia político-estratégica. Seguridad, ¿qué seguridad?

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