Un «papanatas» en la Casa Blanca
No es el primero ni el último mandatario que pone sus posaderas en la casa presidencial de los Estados Unidos –dada la afición del actual dirigente a esta parte del cuerpo−, al que se le puede atribuir tal calificativo. Solo por recordar la historia más reciente del asfixiante imperio, los presidentes Ronald Reagan o los Bush –padre e hijo−, por ejemplo, encajan perfectamente en ese tipo de categorías. Resulta curioso que el mayor grado de «papanatismo» siempre esté asociado a personajes de derechas. A mayor grado de extremosidad hacia la derecha (Trump, Bolsonaro, Meloni, Orbán, Milei, Bukele, Abascal, Franco, Mussolini, Hitler), mayor es la ausencia –por no decir, carencia− de capacidad intelectual. Al menos de la capacidad intelectual que se espera de un dirigente de ese nivel; lo del liderazgo siempre es algo que, al menos desde Max Weber, se asocia con la peligrosa idea de lo carismático.
Sin embargo, esto del papanatismo, del carisma y demás, no nos debiera desviar de la precisa observación del devenir histórico que ha estado asociado al imperio norteamericano, al menos desde el final de la Gran Guerra, cuando sustituyó en potencialidad al –en aquel momento− decadente imperio británico. Desde entonces y hasta hoy, la presencia de este «estado gamberro» en todos y cada uno de los conflictos mundiales –de los conocidos y de los no tan conocidos− del siglo pasado y del actual, se ha traducido, siempre desde la lógica imperial, en la forma de obtener un claro rendimiento económico y una señalada ventaja geoestratégica, a pesar de amenazar con ello la paz y la estabilidad internacional.
Un claro rendimiento económico que no ha beneficiado al conjunto de la población estadounidense, sino, más bien, a ese grupúsculo de grandes magnates que viven a cuerpo de rey. Las enormes fortunas cosechadas por los grandes de la industria bélica y de las industrias energéticas, cuando vieron peligrar el porcentaje de beneficios que obtenían con la participación «altruista» en todo tipo de conflictos (Corea, Vietnam...), en ocupaciones al margen de la legislación internacional (Granada, Panamá...), o en extender sus garras imperiales apoyando regímenes dictatoriales y genocidas (en Centroamérica y Sudamérica), ascendieron a la Casa Blanca –con un aluvión de donaciones− al mal actor y «bufón» presidencial Ronald Reagan. El objetivo: que este lamentable presidente hiciese el trabajo sucio de poner en marcha políticas liberales extremas propuestas por el economista Milton Friedman. Políticas que condenaban a las clases más desfavorecidas del país a la miseria, y a los trabajadores a la pobreza, mientras seguía engrasándose la maquinaria para que los beneficios de las grandes fortunas siguiesen creciendo.
Lo mismo que aconteció, en circunstancias más favorables, con el «nuevo orden mundial» diseñado por el oscuro exdirector de la CIA, George H. W. Bush; algo que luego se repitió con su cachorro, el «ignorante» George W. Bush, quien, además de mantener en estado latente la presencia imperial en los lugares en los que los estadounidenses acosaban y amenazaban a las poblaciones locales (caso de Latinoamérica) –aprovechando los aspectos adversos de la errática política imperial de su padre (como fueron el nacimiento de Al Qaeda y su consecuencia más trágica, el 11 S)− amplió las zonas de ocupación, incorporando al imperio al segundo país productor de petróleo, Iraq, y a uno de los países más pobres del planeta, Afganistán. La primavera árabe contribuyó a desestabilizar aún más una zona en la que la presencia del gringo se hacía ahora por otros procedimientos diferentes y distantes de la ocupación directa.
Con la actual presencia en el despacho oval del «necio» y «maleducado» –en todos los sentidos− Donald Trump, no van a variar las políticas imperiales que emprendieron los otros «papanatas» que le precedieron en el cargo, así como tampoco las de aquellos otros dirigentes pertenecientes al partido «demócrata» que le antecedieron. Sin embargo, entonces, a diferencia de ahora, no nos veíamos obligados a soportar la insufrible majadería que destila por todos los polos de su coloreada piel este grotesco empresario.
Los beneficiarios de las políticas imperiales de antes y de ahora son siempre los mismos, como así ha ocurrido desde tiempos inmemoriales con todos los momentos de crisis económica y de inestabilidad política y social. Todas y cada una de estas convulsiones internacionales, desde la Primera Guerra Mundial –a la que se llegó por la avaricia de las grandes potencias imperiales−, hasta la actual guerra económica –a la que hemos arribado por la mezquindad de los grandes empresarios de todas las partes del mundo−, tienen su origen en una inconfesada política económica que se basa en el principio de transferir a manos privadas la mayor cantidad posible de recursos públicos en el menor tiempo. ¿Qué se esconde sino detrás de esa desafortunada consigna de la «colaboración público-privada» ? Una colaboración que progresivamente se transforma en privatización encubierta de la sanidad (Fresenius, Quirónsalud, KOS), de la educación (concertaciones, universidades privadas), de la defensa (Blackwater) y la seguridad (Guantánamo, Tecoluca con su CETOC), de la vivienda social (Blackstone), de los cuidados de dependientes y de ancianos (Domus Vi), etc.
El tormentoso Trump desaparecerá, al igual que lo hicieron otros parecidos a él que le precedieron. Sin embargo, las grandes compañías que medraron a la sombra de las crisis, acompañadas ahora por las grandes multinacionales financieras y tecnológicas, permanecerán para seguir esquilmando la riqueza del planeta y de sus habitantes. Esa perversión ideológica en que se ha convertido el liberalismo económico seguirá amparando las barbaridades que, como en el pasado, sean cometidas en nombre del «libre mercado». Las crisis se solventarán con llamamientos a favor de la criminal austeridad, con apelaciones al rearme y de la guerra, o con una cerrada defensa de una globalización económica que no oculta la actual forma del imperialismo.
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