Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Un tal Sr. De Quinto

Cuando usted, Sr. De Quinto, reciba esta carta –suponiendo que la reciba y lea– el océano de su odio tendrá una gota más. Y asimismo usted habrá aportado una brizna más a la muerte de «nuestra» civilización, que ha cumplido mil años desde que Carlomagno estableció su reino en París sobre los restos del Imperio Romano. Ya ve la importancia súbita que ha cobrado usted desde su inanidad con sólo dos frases que le han servido de mazo para redoblar en su tambor ideológico, hecho de piel de serpiente. En la primera de estas frases solicitó usted que al miembro de ETA que secuestró a Ortega Lara y ha sido liberado tras veintidós años de prisión debieran volver a encarcelarlo, pero ahora en un zulo igual, en forma y tiempo, al que contuvo al secuestrado. La segunda de sus frases fue de recomendación para que se practique el «ojo por ojo y diente por diente» en la administración de justicia. Este arrebato, que trasluce una mente doblemente peligrosa por ser portavoz de un partido que ya ha gobernado a España y puede tornar a gobernarla; este arrebato, repito, está suscitado por las muestras de cariño conque los amigos y parientes del excarcelado recibieron a éste al regresar a su hogar. Dice usted que esa muestra de afecto afrenta a las familias de los victimados por ETA y a los ciudadanos de bien, que no pueden olvidar. Hasta aquí, la descripción de los hechos, como se dice en economía procesal.

Y ahora, mi carta, triste y desesperanzada, acerca de la moral que practica usted. Una carta escrita por un anciano que puede decir de si mismo, con la infinita caridad del inolvidable José Martí, el cubano que padeció la injuria sangrienta de España: «Yo soy un hombre sincero/ de los que cortan la palma/ y antes de morirme quiero/ echar los versos del alma».

Sr. De Quinto (y me permito la generosidad del tratamiento): si los dolores por nuestros muertos resultan tan vívidos, inextinguibles y vengativos, comprenda usted lo que sufrimos en silencio durante cuarenta años, y seguimos sufriendo, quienes vimos cómo asesinaban a nuestros deudos quienes, traicionando a su bandera y dinamitando el orden constitucional, sembraron de sangre un país en el que aún pervive una ideología muy próxima a los sublevados. Hablo, siguiendo su línea, Sr. De Quinto (e insisto en el tratamiento) de quienes acabaron con un sueño de modernidad, de cultura y de justicia social mediante lo que cobró injusta fama de guerra civil, ya que no hubo una guerra de tal género sino una agresión que contó con vergonzosos apoyos, incluso de la mayoría de la Iglesia española, que blasfemó de su fe. Una guerra que se prolongó tras la fase bélica en tribunales espurios, instituciones impuestas, procederes inicuos y represiones que subrayaron la misma Transición. ¿Recordamos los crímenes cometidos en esa Transición desde lo que un jefe de Gobierno calificó como «desagües del Estado»? Dejemos la información estadística, larga y negra, de tales años, porque «nosotros», los que vivimos de la herencia moral republicana, olvidamos, Sr. De Quinto, y sólo excavamos la tierra, con infinitas dificultades, para hallar unos huesos que queremos devolver con dignidad a la tierra. Se lo dice a usted, vengativo caballero (y sigo observando el tratamiento), un anciano «que ha visto al águila herida/ volar al azul del cielo/ y morir en su guarida/ la víbora del veneno».

Cuando vi cómo le abrazaba el líder de su partido tras «cometer» usted sus manifestaciones me asabenté por qué hay en sus conmilitones ese «culto» afán por desmontar la «leyenda negra», reduciéndola a una imaginación enferma. ¿Sabe usted por qué, Sr. De Quinto? Porque esa leyenda sigue ahí, como –déjeme un resquicio al humor– los fantasmas ingleses viajan con las piedras de sus castillos trasladados a Filadelfia por un rico norteamericano cuando quiere redimirse de su filisteísmo cultural convirtiéndose en lord. Aquí los filisteos llaman guerra de liberación y movimiento nacional a toda una serie de crímenes en cadena ante los que no se puede llorar mientras el fiscal esté despierto.

Lo que me apena en todo este emburrió por el que discurren las aguas negras de mil intereses farisaicos es que los dolores más íntimos sean agitados desde alturas en que se izan banderas políticas que debieran representar ideas y no ansias adúlteras. Todos los muertos son eso: muertos; memoria íntima y tierna, propuesta de paz, ejemplo para la historia. Como cristiano sé con absoluta seguridad que sus muertos y mis muertos conviven en la luz que no se apaga, en amor inefable. Es más, creo firmemente como hombre de fe viva que la pretensión de enfrentar a los muertos, al menos pretenderlo, es pecado contra el Espíritu, que es pecado que la teología juzga como el más grave porque se proyecta contra Dios. Pregúnteselo usted a alguno de esos prelados que aún tienen ustedes a mano. Por mi parte dejo aquí la cuestión porque: «Todo es hermoso y constante./ Todo es música y razón./ Y todo, como el diamante,/ antes que luz es carbón».

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