Víctor Moreno
Profesor

Una de jueces

Lo menos que se les puede pedir es que sus resoluciones sean respetables. En muchos casos, no lo son. Es que ni siquiera les importa guardar las apariencias. ¿Para qué? ¡Son jueces!

En la expresión «con la Iglesia hemos topado», «Iglesia» debería ser sustituida por «Judicatura». Y no lo digo únicamente por causa de la escandalera armada por la ley del «solo sí es sí». Es verdad que, solo con la que se ha montado entre los jueces por dicha ley, bastaría para percibir que el poder legislativo, más que independiente del resto de los otros poderes, está por encima de ellos.

Se trata de un mal estructural y sistémico que se viene arrastrando desde siempre. Los fiscales de este mundo han sido siempre la representación más exacta de lo que en términos coloquiales llamamos desfachatez. Walter Scott decía que ellos, los médicos y los curas eran los seres más odiados. Los tres vivían del mal ajeno.

Lo peor no es que los jueces se coloquen por encima del bien y del mal –como la Iglesia y sus obispos–, sino que dichos conceptos se interpreten siguiendo criterios que nada tienen que ver con el Derecho y solo con creencias morales derivadas mayormente de la religión católica, apostólica y romana. Por no usando criterios pertenecientes al nacionalcatolicismo franquista.

Se habla de «descontrol jurídico», manifiesto en las distintas interpretaciones con relación a la Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual, pero lo cierto es que dicho desmadre judicial no es novedad. Y se trata de un descontrol que derive de las leyes propiamente dichas, sino que, en muchos casos, es producto de interpretaciones tan increíbles como variopintas, que ponen en muy mal lugar al juez que las hace y al sistema judicial al que representa para, dicen, proteger la ciudadanía. A veces, estaría mejor que ciertos jueces no nos protegieran y se dedicaran a aplicar lo que dice literalmente la ley.

En este sentido, será difícil, por no decir imposible, encontrar en la hemeroteca formada desde que se aprobó la constitución en 1978 a ningún juez que haya abierto una querella contra aquellos políticos que incumplen lo establecido por la Constitución en su artículo 16.3. que consagra la aconfesionalidad del Estado. Lo que es muy feo en quienes se manifiestan más constitucionalistas que Montesquieu.

Hasta cierto punto es comprensible que no se querellen contra quienes incumplen dicho artículo constitucional y se tienen como representantes de ese Estado aconfesional. En algo se tiene que notar que el poder político y el poder judicial son tal para cual. Incumplen la legislación establecida de un modo más habitual de lo que parece.

De entre los cientos de casos que podían alegarse, hay uno que podría elevarse a la categoría de ejemplar. Y que, dada la endogamia de la clase a la que pertenece, en ningún momento despertó siquiera la crítica de sus homólogos cuando saltó a la palestra.

Muchos dirán que una golondrina no hace verano. Lo que es verdad, pero lo anuncia. Veamos. Una asociación de abogados cristianos presentó un recurso contra la exposición de una bandera arcoíris, símbolo del colectivo LGTBI, en el balcón del Ayuntamiento de Zaragoza. El recurso fue estimado por el magistrado titular, declarando nula la actuación municipal y, en consecuencia, dando la razón a la asociación confesional litigante. Lo más rocambolesco del asunto es que este juez basó su argumentación en la debida neutralidad que las administraciones y poderes públicos debían mantener ante hechos de esta naturaleza. ¡Bendita neutralidad!

Al poco tiempo de esta resolución, el mismo magistrado desestimó un recurso de la asociación Movimiento hacia un Estado Laico (MHUEL) denunciando la falta de neutralidad de un poder público, en este caso el Ayuntamiento de Zaragoza. Según MHUEL, un crucifijo –el famoso crucifijo «itinerante» del alcalde Belloch–, presidía todos los plenos. Para ello, era necesario que los ujieres del municipio protagonizaran un paseíllo desde el despacho del Alcalde hasta el salón de plenos transportando con toda unción dicha imagen. Todo un espectáculo religioso en una institución aconfesional por mor de la Constitución. Y Belloch era juez.

En esta ocasión, al magistrado le importó un pimiento que los poderes públicos se debían mantener neutrales en materia religiosa en cumplimiento del principio de la aconfesionalidad del Estado. Para este juez, la exposición, en forma de banderola en un balcón, de un símbolo que representa unos derechos reconocidos en el marco legislativo español vulnera la neutralidad debida de los poderes públicos, pero que un símbolo de una determinada confesión religiosa presida el salón de plenos de un ayuntamiento, donde está representada la pluralidad y diversidad ciudadana, no lo hace.

Nos han obligado a aceptar que en Derecho y conforme a Derecho todo es interpretable. Mucho más cuando se trata de una materia tan inflamable como son los sentimientos religiosos. Cabría decir que, si los sentimientos religiosos injuriados o heridos son válidos como argumento de querella, también, lo serán los de naturaleza política. Así lo creemos. Pero no parece que lo sea para los jueces en ciertos casos. ¿Cuántos de los existentes han abierto un expediente contra aquellos que utilizan la ikurriña, el euskera, las ikastolas, el árbol de Gernika, o cualquier símbolo vasco, como diana de sus ofensas vesánicas? ¿Cuántos de esos jueces se han querellado contra quienes siguen ridiculizando e injuriando a los, pongo por caso, homosexuales?

Que los jueces nos pidan que acatemos y respetemos sus decisiones, aunque no las compartamos, parece justo. Pero, para ser respetuosos, lo menos que se les puede pedir es que sus resoluciones sean respetables. En muchos casos, no lo son. Es que ni siquiera les importa guardar las apariencias. ¿Para qué? ¡Son jueces! Y, no solo están por encima del bien y del mal, sino de la ciudadanía. ¡Pobrecica!

Decía E. de la Boétie (XVI) que, si alguna clase trataba como siervos a los ciudadanos, esa era la de los jueces, de la que él formaba parte como magistrado que era. Añadía que solo la propia ciudadanía sería capaz de cambiar aquella «servidumbre voluntaria». ¿Como hoy? Parecido.

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