Antonio Alvarez Solís
Periodista

Una semana en primera línea

Resume el autor sus reflexiones sobre «el miedo que de diversas formas impide a nuestra sociedad hacerse cargo de sí misma, progresar en su liberación». Este es el tema que ha abordado en diversas conferencias en su reciente visita a Euskal Herria, «en una repetida voluntad de vivir esa impresión liberadora que siempre siento en la mayoría progresista de la sociedad vasca».

H e pasado una semana en Euskadi invitado por Ezkerra para profesar tres conferencias en Bilbo, Donostia y Gasteiz acerca del miedo que de diversas formas impide a nuestra sociedad hacerse cargo de sí misma, progresar en su liberación. El tema es amplio y profundo y afecta tanto a las formaciones políticas y sociales como a los individuos que pretenden levantar una sociedad revestida de una soberanía real, esto es, que esté dotada de dos dimensiones básicas: una capacidad permanente y ágil para plantearse caminos nuevos y un sistema legal que se pueda manejar con facilidad y eficacia para constituir la intendencia de esos caminos.


Los miedos a que acabo de referirme confluyen por lo regular en un mismo cauce contradictorio: la conciencia muy generalizada de que la organización y procederes actuales de los Estados ha radicalizado y endurecido su perfil de clase –los Estados actuales son ya un puro instrumento coactivo de la excluyente y poderosa minoría dominante– y la indecisión de las masas acerca de la irremediabilidad de la ideología de esa minoría para sostener el mundo que vivimos. Lo primero produce una irritación constante, con sus naturales y a veces encontradas protestas populares, y lo segundo lleva a una dramática amortización de los procederes auténticamente revolucionarios que constituyen lo único que puede alumbrar la sociedad democrática que precisamos para que los pueblos y los individuos que la explican puedan vivir en libertad responsable, unión moral y justicia popular. Mientras no poseamos esa voluntad y claridad revolucionarias es inútil superar el estadio de remiendo permanente en que ahora nos encontramos. Valga decir, empero, que mientras se gesta esa voluntad unitaria de revolución nunca debe abandonarse la vía de la protesta porque un afán maximalista y precoz de pureza en la pretensión revolucionaria puede dilatar el presente hasta alejar dolorosamente el futuro. Se trata de un problema en la medición del paso ¿Pero cómo resolver ese nudo que conforma la reacción inmediata y puntual propia de un presente amargo y esa precisión en ir alzando con paso seguro, o sea revolucionario, el edificio de la nueva sociedad? Ahí es donde ha de acentuarse, creo, la reflexión sobre el miedo que nos ata ante la aventura amplia –el Poder está ahí, halagüeño y feroz al mismo tiempo– y la necesidad de una decisión enérgica para hacer de la vida una vida nuestra. Ahí está el temor inmediato a no hacer pie en la dura brazada hacia adelante.


Ese panorama fue el que me llevó esta semana a Euskadi, precisamente a Euskadi, en una repetida voluntad de vivir esa impresión liberadora que siempre siento en la mayoría progresista de la sociedad vasca, que conforma, repito, una primera línea muy definida en esta batalla que no solamente se libra por la liberación nacional de Euskal Herria sino también por ir ganando cuotas seguras y solidarias de futuro para tantos y tantos pueblos. He de decir que el viaje siguió a las claras y recientes consideraciones que hizo Arnaldo Otegi sobre la necesidad de una conjunción de fuerzas que robustezca la acción liberadora merced a la brecha ya abierta. Creo recordar que el líder subrayó que esta era la hora del pueblo y que esa hora debiera marcar el paso de toda la izquierda liberadora. Hace ya algún tiempo que sostuve desde GARA que la libertad política real siempre se madura y acaba surgiendo en la cárcel. Por eso descolgué mi teléfono a Ezkerra, hice el petate y me fui de conferencia a tierra de vascones, más para adquirir saber en la reunión libre y dialogante de esas charlas que para ventear el mío, que más necesita de oreja que de pico.


O acertamos a apiñarnos para enriquecer la ofensiva o nos esperan aún muchos años de sufrimiento y opresión. La clave está, creo, en visualizar la necesidad de la unión profunda de fuerzas, porque no e lícito repartir la piel del oso antes de cazarlo, como avisa una antigua sabiduría política. Y a veces uno capta ciertas reticencias a marchar a compás. Sobre todo creo que hay que proceder muy cautamente en la producción de un lenguaje adecuado a la importancia de la batalla que se libra. Por ejemplo, hace unos días el brillante dirigente de Podemos dijo que «ha pasado de ser un provocador a la responsabilidad de Estado». No sé si esa exaltación inconsciente del Estado neoliberal, ya que no creo que el Sr. Iglesias crea en él dado el programa político que patrocina, pudiera producir una cierta perturbación en las masas que sufren el Estado existente como el yugo que las unce con violencia al carro de los poderosos. Las gentes con las que dialogué en mis conferencias expresaron pensamientos que de una u otra forma condenaban necesaria y radicalmente ese Estado, que es la capa que cubre al Luis Candelas madrileño. Cavilo que el Sr. Iglesias sabe perfectamente que el Estado es la verificación del sistema y que, por tanto, mantener la institucionalidad del Sistema equivale a concederle un salvoconducto que dificulta el tránsito revolucionario. Para la sociedad que predica el Sr. Iglesias se precisa otro salvoconducto.


Entrando un poco más en la entraña de lo que acabo de escribir creo que en la corrupción que caracteriza al actual momento histórico habría que introducir la corrupción moral en que caemos quienes esperamos que nos regale el mundo la denodada minoría que se bate en la vanguardia del cambio. Si se me permite un punto más en esta observación añadiría que en esa vanguardia debemos formar todos, como protagonismo moralmente exigible. No basta con aplaudir a los líderes que marchan a banderas desplegadas ni siquiera con denostar a los que utilizan falsariamente esas banderas. Los que creemos en quienes se enfrentan sin reparo alguno a los poderosos del sistema o a los ciudadanos que los inciensan debemos estar ahí, en primera línea, para limpiar el espíritu de su tendencia a esperar corruptamente estáticos el beneficio de libertad y de justicia que nos ofrecen.


La corrupción es parasitaria e insidiosa y reviste multitud de formas y actitudes. Las grandes revoluciones que han cambiado el mundo han sido encabezadas masivamente por la calle que oye perfectamente el grito del líder. El pecado o delito por omisión es siempre extraordinariamente peligroso. Incluso, en muchas ocasiones, tiene una faz repugnante. A este respecto me he preguntado siempre si las autoridades que rigen un sistema no añaden a tantas de sus inmoralidades sustantivas de gobernantes estos delitos de omisión, por ejemplo en la falta de corrección a los subordinados por las violencias clamorosas que cometen en los desagües ajenos a toda moral y ley. Digo esto especialmente dirigido a los gobernantes españoles porque una cifra importante de ellos blasonan de unas creencias religiosas y de una militancia eclesial que resulta absolutamente blasfema ante su defensa de los que ejecutan las violencias que avergüenzan a cualquier ser éticamente sensible. La política solamente resulta respetable cuando el protagonista de ella es ejemplar en todos los aspectos. Ya sé que esta afirmación será calificada de simple por quienes creen que la política es demasiado intrincada para buscarle perfiles puros, pero frente a ello cabe alegar que la verdad y la dignidad constituyen la primera exigencia en el orden de las simplezas. El gran Bergamín decía, en sus luminosas y tiernas paradojas, que Dios era infinitamente justo porque no sabía leer.

Buscar