Iñaki Landazabal

Venezuela: lo que importa es la gente

Soy de los que cree que para una verdadera democracia falta mucho en todo el mundo, que los pueblos no tienen realmente los resortes de su destino. En un sistema democrático, los políticos no serían una casta de privilegiados ni se auto adjudicarían el sueldo. Pero, al menos, hay que asegurar que cualquier votación refleje fielmente lo que quiere cada uno de los electores. Eso no ocurre en Venezuela.

Cuando se hace un análisis sobre un determinado colectivo humano, éste debe tener como eje central sus condiciones de vida, sus necesidades, sus deseos, sus derechos y deberes, el humanismo, en una palabra. Todo lo demás carece de sentido sin esa perspectiva.

Las ideologías, por sí solas, no explican una realidad, ni aún menos pueden servir para justificar una posición determinada. Los hechos son los que son, por mucho que quisiéramos que fueran de otra manera. Democracia y socialismo son dos palabras de inmenso calado si la teoría y la buena fe se aplicaran correctamente. En caso contrario, son sólo dos palabras huecas, y nadie debería aferrarse a ellas sin una base real.

En las últimas semanas, estoy leyendo y oyendo opiniones que, en su mayoría, se refieren a la realidad venezolana en términos abstractos (imperialismo, geopolítica, derecha reaccionaria, diplomacia internacional, injerencia,…), que pasan por encima de los propios involucrados: la gente. Así, la expresión «el pueblo» se convierte en algo que se usa y abusa a discreción, cada quien desde su postura, sin importar lo que ese pueblo piense, quiera o sienta.

Dicho esto para tratar de contextualizar, la pregunta es si en Venezuela hay un sistema democrático, progresista y humanista, como muchas voces afirman. Hay quien dice que la situación calamitosa que se vive en el país, imposible de ocultar, es consecuencia de un bloqueo o guerra económica del imperialismo, afanado en apoderarse de su petróleo y todas las materias primas que atesora. Hay quien va más lejos y afirma que es mentira que en Venezuela exista autoritarismo o represión.

A éstos últimos, si además se definen abertzales, sólo les quiero recordar que todos somos reconocidos por nuestros hechos, y que la actitud del Gobierno venezolano para con los luchadores vascos, refugiados en su territorio, ha sido completamente vergonzosa y razón suficiente para comprender de qué estamos hablando: persecuciones, juicios amañados y expulsiones han sido su carta de presentación. Uno de los entregados al Estado español, Sebas Etxaniz, aún sigue preso en sus mazmorras después de 16 años. Ningún otro gobierno venezolano, por muy neoliberal que fuera, actuó de esa manera.

Pero, pasando a la realidad de los venezolanos, es muy fácil documentarse para conocer y juzgar la situación actual. Hay infinidad de testimonios directos de personas que han sufrido y sufren los embates de la represión; de familiares, testigos, de organizaciones no gubernamentales de todo tipo. Documentos, informes, videos, audios, demasiados por desgracia. A partir del año 2014, especialmente, más de 200 personas han sido asesinadas en sucesivos episodios de protestas. Muchas de ellas en las propias manifestaciones; a otros tantos les han ido a buscar después, ajusticiándoles directamente en sus casas, en la calle, o con torturas previas. En su último informe, de esta semana, la ONG Foro Penal Venezolano sitúa el número de presos políticos en 989, habla de desapariciones y cifra en unas 7.820 las personas detenidas por razones políticas desde ese año. Es esa la expresión de un gobierno humanista y democrático?

Quienes disparan las balas o ejercen torturas escalofriantes no son agentes del imperio. Pregúntenle a Lorent Saleh, expreso expulsado de su propio país (algo prohibido por la Constitución venezolana), sobre sus vivencias en «La Tumba». Un par de apuntes más: «El preso político Virgilio Jiménez, de 20 años, murió el miércoles en la cárcel de Uribana..., acusado de terrorismo por protestar contra el Gobierno. Las condiciones inhumanas del presidio, sumadas a la falta de alimentos y la pésima alimentación que recibía, provocó su fallecimiento, tras varios días con una fiebre muy alta, entre vómitos y sangre», información facilitada por el OVP (Observatorio Venezolano de Prisiones). Hace 4 meses un concejal opositor (Fernando Albán) murió en comisaría; las fuentes gubernamentales informaron que «se suicidó» arrojándose desde un 10º piso. A los euskaldunes, todo esto debería sonarnos muy familiar.

Hablando en términos sociales, de calidad de vida, la sociedad se ha empobrecido exponencialmente en estos últimos años, hasta el punto de que se ha llegado a una situación de crisis humanitaria sin precedentes en países con ausencia de conflicto bélico. La cifra más modesta de emigrantes la sitúa la ONU en 2,3 millones desde el 2015. Las carencias en alimentos o medicinas son imposibles de describir, y las consecuencias son fácilmente imaginables. La muerte de niños por desnutrición es solo una desgarradora muestra de ello.

A quienes argumentan que todo tiene su origen en una guerra económica orquestada desde el exterior, les diré que las expropiaciones generalizadas de empresas agrícolas o industriales, el control de cambio y de precios o la emisión constante de billetes sin sostén productivo (dinero inorgánico), entre otras, han sido decisiones y medidas gubernamentales que, después de los años, han llevado las cosas al desastre actual.

El desplome incesante de la producción petrolera, agudizada el año pasado, o el estado de Sidor (la principal empresa siderometalúrgica del país), comparándola con sus balances antes de la estatización, lo atestiguan meridianamente. Efectivamente, ha habido una guerra económica, pero del propio gobierno contra el pueblo. En este contexto, no permitir la entrada de la ayuda humanitaria, solicitada hace ya varios años por la AN (Asamblea Nacional) y otros sectores de la sociedad, bloqueando las fronteras, solo se le puede ocurrir a un régimen tiránico inclemente.

Finalmente, en el plano estrictamente político, oigo con frecuencia que se han realizado unas 26 elecciones a partir del ascenso de Chávez al poder. Como autodenominarse socialista no significa serlo, hacer elecciones tampoco supone que sean democráticas. Para muestra, un botón: en las elecciones presidenciales del 2013, el CNE (Consejo Nacional Electoral) se negó a una auditoria solicitada por el candidato opositor («a confesión de parte, relevo de prueba», dice un conocido refrán); en el 2017, para constituir la ANC (Asamblea Nacional Constituyente), la propia empresa encargada del sistema informático (SMARTMATRIC) denunció que existía una diferencia de, al menos, un millón de votos con respecto a las cifras oficiales facilitadas. O sea, un vulgar fraude. Una ANC, por cierto, creada con el único fin de suplantar a la AN, simplemente porque no la controlaban. El proceso-farsa de mayo del pasado año terminó por clarificar el panorama y así se ha llegado a esta situación, en la que gobiernos del mundo de todo color reconocen a un presidente encargado o interino derivado de la misma Constitución.

Soy de los que cree que para una verdadera democracia falta mucho en todo el mundo, que los pueblos no tienen realmente los resortes de su destino. En un sistema democrático, los políticos no serían una casta de privilegiados ni se auto adjudicarían el sueldo. Pero, al menos, hay que asegurar que cualquier votación refleje fielmente lo que quiere cada uno de los electores. Eso no ocurre en Venezuela.

El pueblo venezolano está exhausto, postrado, harto de sus carencias y de ausencia de libertad. Está padeciendo un cruel régimen dictatorial, soportando unas penurias inimaginables para un país con tantos recursos. Lo que piden y necesitan urgentemente son elecciones libres y transparentes y que se les respeten sus derechos humanos más básicos. Tan sencillo como eso. Si con su voto deciden entregar sus riquezas a EEUU, a los rusos, a los chinos o a los vascos, será únicamente su decisión soberana. Al fin y al cabo, aquí también entregamos nuestro destino a quienes hacen y deshacen a su antojo. Porque si hablamos de intereses, hasta el último vasco con coche quiere que los precios de la gasolina no suban.

Hay que mirar a la gente y que sea ella la que decida sobre todo lo que le concierne. Menos defender gobiernos y más acercarse a las personas. Menos teorías «perfectas» y más observar sencillamente qué ocurre a nivel de calle. No es tan difícil.

Buscar