Iñaki Egaña
Historiador

El tecnicolor de Peixoto

Por esas casualidades que se dan, que no son pocas, Peixoto nos ha dejado exactamente 60 años después de que fuera detenido por vez primera, torturado y encarcelado en Larrinaga. Fue acusado, junto con otros compañeros, de pintar a brocha gorda las siglas ETA en una pared.

En esos días de diciembre de 1965, la prensa anunciaba el procesamiento inminente de Kristiane Etxaluz y de Jokin Garate, que iban a ser juzgados bajo la acusación de haber colocado una bomba en el llamado Monumento a los Caídos de Iruñea, donde estaban sepultados, entre otros, Emilio Mola y José Sanjurjo, artífices del golpe de Estado de 1936 que provocó decenas de miles de muertos vascos, centenares de miles en el Estado, cárcel, exilio y una dictadura fascista.

Jokin, militante de ETA y herido de gravedad unos meses antes en una razia policial, era hijo de José Mari Garate, presidente del BBB del PNV al comienzo de la República y autor de la letra del ‘Eusko Gudariak’, el himno del soldado vasco, rescatado por medigoizales y luego oficial del Ejército vasco durante la guerra. Aquel ‘Eusko Gudariak’ fue restituido por los condenados a muerte en el Proceso de Burgos de 1970 y, su primera estrofa, el último aliento de Jon Paredes, Txiki, antes de su ejecución por un pelotón franquista en 1975. Paredes y Angel Otaegi, fueron juzgados oficialmente por un tribunal militar ilegítimo y su condena anulada 50 años más tarde.

La prisión de Kristiane Etxaluz suscitó un movimiento de solidaridad con un grupo de escritores y músicos, dirigidos por Paul Legarralde que pidieron su libertad. Legarralde había creado el coro Gernika, en recuerdo de la población bombardeada por la aviación nazi y, años más tarde, junto con Telesforo Monzon y Piarres Larzabal, crearía la asociación Anai Artea de ayuda a los huidos de la represión. Etxaluz, también años más tarde, sería pareja de Alfonso Etxegarai, militante de ETA como Jokin Garate, deportado a Ecuador en 1985, torturado salvajemente por agentes españoles en Quito, y trasladado meses después a la isla de Sao Tomé, en calidad de rehén.

Etxegarai y Etxaluz, que le acompañó en su confinamiento, regresaron a Zuberoa en 2019. Como una causalidad más, el día que Peixoto ingresaba en prisión en aquel diciembre de 1965, Koldo Etxabe era condenado por el TOP por repartir, desde su restaurante en Arrasate, la revista ‘Lan Deya’ del sindicato ELA. Iñaki Etxabe, hermano de Koldo, sería muerto por un grupo parapolicial con color de charol diez años más tarde. Aquel TOP, por cierto, se transformó en unas horas en Audiencia Nacional, aún vigente, cuando el Estado español se convirtió de una «democracia orgánica» (que la RAE en 2014 cambió su naturaleza para llamarla «dictadura de carácter totalitario impuesta») por una monarquía parlamentaria. En 1978, otros paramilitares segaron la vida en Donibane Lohizune de Agurtzane Arregi y dejaron malherido a su pareja, Juanjo Etxabe, hermano de Koldo. 

Demasiadas casualidades, demasiadas coincidencias. 

La generación de Peixoto ha sido descrita metafóricamente con tonos ajados, en blanco y negro, como la televisión y el cine de la época. Tal vez alguna tonalidad gris, con manchas verdes, excelsas en el control social, en el político y sindical. La generación de la guerra conspiraba sobre la caída del dictador y el sentimiento de derrota ahondaba el desasosiego. Martín Ugalde, que fue vicelehendakari en el Gobierno de Leizaola en el exilio, alertaba, desde su desarraigo en Venezuela, de la «apatía del pueblo vasco» y a su regreso en 1969, de que la derrota tenía visos de ser total. Una tragedia. Le embargaron sus cuentas cuando la Guardia Civil entró a saco en ‘Egunkaria’ en 2003. 

Sin embargo, una nueva herencia había coloreado aquel universo mustio. ‘Zeruko Argia’, ‘Goiz Argi’, ‘Anaitasuna’, ‘Herria’... devolvieron al euskara a la plaza pública, mientras Koldo Mitxelena, Txillardegi y otros sentaban sus bases de modernidad. Del ‘Harri eta Herri’ de Aresti al ‘Quosque Tándem’ de Oteiza, del ‘Vasconia’ de Krutwig al ‘Ikimilikiliklik’ de Ez Dok Amairu, presentada en sociedad en aquel diciembre de 1965 en Hernani, el mes del encarcelamiento de Peixoto.

Sincronicidad. Fernando Larruquert y Nestor Basterretxea con su ‘Ama Lur’. Primeras comisiones de fábricas frente al sindicato vertical, huelga de Bandas, nacimiento de Enbata y un esfuerzo ingente para crear una comunidad de niños educados en euskara, las ikastolas. Apenas unos centenares, unos miles posteriormente, clandestinos, apaleados, peleando con un papeleo eterno para eludir las normas lingüísticas y los anillos de la pesadilla. Seminaristas en rebeldía, denunciando la tortura desde Derio. Y un grupo que no fue organización, sino movimiento, casa común, ETA. «Solo en los sembrados, no nacidos hay algo que yo espero», escribía un joven Txabi Etxebarrieta. Félix Likiniano, exiliado de la guerra en Miarritze, lo definió de forma certera: décadas esperando la ayuda internacional para proseguir la lucha y, al final, «los que han llegado son los de mi pueblo». 

De aquellos colores acromáticos, sin tono ni saturación, la generación de Peixoto recuperó los once básicos. Miles de hombres y mujeres que fueron aspirados por la historia y otros, en cambio, que por alguna casual singularidad, en ocasiones sin pretenderlo, han dejado una huella colorida.

Hace unas semanas, en una de las últimas visitas a Peixoto, nos juntamos en Sara junto a él, alrededor de una mesa. El genocidio en Gaza, el cambio climático, la guerra en Sudán, las embestidas de Trump, Milei. Conversaciones habituales en los tiempos que corren. Y comparaciones. Vivimos en Occidente, acaparamos el 75% de la riqueza económica de la humanidad, a pesar de nuestra trivialidad cultural. «Nosotros −añadió Peixoto− vivimos en tecnicolor». Y esa reflexión me ha golpeado hoy de nuevo, para trasladarla a su época, que también es la nuestra. Gracias a muchos y muchas Peixotos circulamos de una sociedad vasca plomiza y grisácea a otra en tecnicolor. No hay casualidades, sino sincronización. Mila esker. 

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