José Ignacio Camiruaga Mieza

¿A qué distancia está mi corazón?

Cierro los ojos y oigo el ruido.

Ruido de muerte.

Y entonces me doy cuenta de que la guerra no está tan lejos. Y empiezo a retorcerme en la aparente tranquilidad de la indiferencia. Los hijos de Raquel lloran como yo no puedo llorar. El dolor me acerca a la guerra y me sorprendo ante la lejanía impasible de gran parte del mundo. Los aviones sobrevuelan mi cabeza mientras intento cerrar los ojos. El mundo cierra los ojos. Ni siquiera por la noche los abre. Una noche que no detiene la guerra. Y me pregunto cómo es posible. Cómo es posible dormir, reír, comer mientras alguien muere bajo las bombas y ante nuestra apatía.

Y luego todo se detiene mientras la matanza continúa.

Aquí todo el mundo espera noticias, hace predicciones, celebra vigilias, reza, se manifiesta. Y de nuevo son un solo pueblo. Los palestinos de Gaza contra un Goliat monstruoso, lleno de poder y de ira.

¿A qué distancia está Gaza de aquí?

Una franja de tierra, unos 40 km.

¿A qué distancia está de nuestros corazones? ¿De nuestras mentes? ¿A qué distancia de nuestra historia?

No podemos echarnos atrás, señalando con el dedo a autores identificables. Todos somos responsables. Somos responsables de la masacre.

Las bombas que sobrevuelan en dirección a Gaza son una parte injustificable de esta masacre sin sentido, son el resultado de rentables negocios económicos que traen muerte, jugando con el dolor de las personas, de los seres humanos.

Dolor. Seres humanos.

Palabras olvidadas, casi en desuso.

Hablamos de casas, edificios, números, estadísticas… cifras. Daños colaterales. Ataques selectivos.

La Cruz nunca es un daño colateral.

Cuántas casas alcanzadas, cuántos cohetes disparados, cuántos interceptados. Y olvidamos que esas casas están habitadas por vidas, sentimientos, emociones... seres humanos.

Es fácil cuantificar, reducir todo a números, enfriarnos, olvidarnos del dolor, evitar hablar de él. Perder la palabra ante su poder desarmante. Y entonces eliges: o te implicas, sufriendo, compartiendo y volviendo a ser profundamente humano; o te conviertes en un autómata, que no oye, ni ve, ni habla, sino que calcula... da un rodeo… se distancia… se aleja… va por otro camino.

Pero, ¿cómo calcular el dolor?

Imposible.

¿Cómo relatarlo?

Complejo. Difícil. Pero posible. También, necesario.

Y por eso me siento implicado, porque estoy cerca, porque estoy entre palestinos, porque soy humano.

Porque soy responsable de los horrores de mi historia.

Porque soy responsable de los errores de mis representantes políticos.

Porque soy responsable de la indiferencia del mundo.

Porque soy humano, profundamente humano.

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