Xabier Pérez Herrero | Irun

Decreto de cese de actividades no esenciales: donde dije digo...

Fuimos muchas las personas y organizaciones que llevábamos semanas exigiendo al Gobierno ese decreto que, aunque tarde y de forma imprecisa, publicó el pasado domingo a medianoche.

Era obvio que el decreto en cuestión no iba a gustar a patronales y partidos de derechas, a quienes la salud de las personas les trae el pairo, especialmente si pertenecemos a los mayores de 65 años (casi 9 de cada 10 muertes).

Por eso han venido sacando toda su artillería pesada a través de presiones políticas, encabezadas en este caso por el máximo valedor estatal de Confebask-CEOE, es decir, el PNV.

Estas presiones han llegado a tal extremo, que el citado PNV llegó a hacer causa común ayer con las filas del PP en la comisión del Senado que expresó su rechazo al decreto en cuestión.

Ello hizo que se encendieran todas las luces de alarma en el Gobierno, al temer que el PNV se pasara con armas y bagajes al grupo de oposición encabezado por el PP.

Y hay que decir que, desgraciadamente, su estrategia le ha dado resultado ante un gobierno débil y desnortado, capaz de una cosa y la contraria.

Hoy, salvo la construcción, la práctica totalidad de sectores productivos de Euskadi-CAPV saben que podrán continuar con su actividad, sean o no «esenciales». Para ello, el Gobierno ha sumado al decreto en cuestión una batería de añadidos que contemplan multitud de excepciones que, en la práctica, constituyen un cajón de sastre que permite a cualquier empresa acogerse a alguno de esos supuestos para continuar su actividad.

Hecha la ley, hecha la trampa. Trampa que continuará llevando a decenas de miles de trabajadores a infectar e infectarse, tanto en traslados como en los centros de trabajo mismos, carentes de equipos de protección y con una imposibilidad práctica manifiesta de guardar las mínimas distancias entre ellos.

Resumiendo. seguir produciendo y de paso, ir «aminorando» mediante contagios letales el número, para ellos insoportable, de quienes cobramos una pensión. En definitiva: un geronticidio en toda regla.

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