He escuchado por primera vez la canción “Volver a volver” de Gabo Ferro. Es una de esas canciones que sacuden tu interior y después te dan un abrazo. Es curioso porque me ha hecho escribir sobre algo con lo que nunca he estado del todo de acuerdo. Pero, aun así, me gustaría compartir con vosotros.

Hay un momento en la vida en el que el aire se vuelve denso, el tiempo se encierra en sí mismo y el alma siente el peso de lo que ya no es. Es en ese instante cuando entendemos que irse no es abandonar, sino hacer espacio para volver, para volver a volver.

Irse es una herida y una caricia al mismo tiempo. Es la angustia de desprenderse de lo conocido y la promesa de lo que aún no hemos sido. Porque en cada despedida hay un eco de regreso, una forma distinta de volver, más ligeros, más ciertos, más nuestros. Partimos para sanar, para cambiar el aire que nos asfixia, para volver a respirar sin miedo al frío. Y en esa huida no hay cobardía, sino valentía: la valentía de dejar lo que nos limita, de soltar lo que ya no nos nombra, de permitirnos ser sin cadenas.

Como dice la canción, «irse es volver a volver». Es un ciclo que no se rompe, que nos enseña que cada partida es, en el fondo, un reencuentro con uno mismo. Somos el humo que se eleva, la fragancia que se queda, la piel que se renueva. Somos ese tornado dulce que arrasa con lo viejo para dejar lugar a lo nuevo. Nos vamos porque necesitamos encontrarnos, y al final, al final de todo, volvemos con el corazón más fuerte y la voz más propia.

Irse es, en definitiva, un acto de amor. Amor por lo que fuimos, amor por lo que seremos. Es un pacto con nuestra esencia, un compromiso con nuestro crecimiento. Y cuando regresemos, cuando volvamos a volver, sabremos que ya no somos los mismos. Seremos más libres, más vivos, más nuestros.

Porque irse no es el final, es apenas el principio de un regreso más auténtico. Y a veces, la única manera de encontrarnos es teniendo el coraje de partir. 


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