Enric Vivanco Fontquerni | Barcelona

Mercancías

Cuando se habla de comunicación de sucesos que inciden negativamente a los ciudadanos, en concreto los fenómenos atmosféricos, los políticos recurren a dos argumentos falaces: la excepcionalidad y el clima no tiene culpables. Falsas las dos excusas.

Los científicos llevaban más de 50 años avisando de lo que ha llegado respecto a los fenómenos extremos que serán más recurrentes y frecuentes, y el segundo, el urbanismo criminal que se ha realizado durante estos años es el gran culpable de tanta insensatez y latrocinio. La filosofía de la práctica, Ricardo, Robespierre y Hegel, según Gramsci, que relaciona al hombre con la naturaleza por medio de la técnica, ha sido el triunfo de esta filosofía, en detrimento de la tradición que culmina con la victoria de la práctica respecto al pensamiento.

El tiempo de soluciones técnicas a problemas concretos ha pasado. En estos momentos es el tiempo del pensamiento profundo, para aplicar el sentido común, despojado de los arcaísmos milenaristas, o futuristas.

Desde hace unos pocos años en Barcelona ciudad se puede observar un hecho que antes estaba penalizado y muy bien controlado. Todo el mundo aparca el coche o furgoneta, por un tiempo más o menos largo, donde se le antoja. Vías de tres carriles es fácil observar que se transforman en solo un carril. Todo este desbarajuste provoca colas interminables y la contaminación acústica, junto con la producida por los motores de combustión, incide en el incremento de los índices de suciedad del aire que superan habitualmente los máximos establecidos.

La pregunta a realizar es: ¿por qué sucede esto ahora cuando antes estaba muy bien controlado y no se aparcaba con la arbitrariedad actual? La respuesta es tan sencilla que indigna lo amante de lo complejo. Estas empresas multinacionales, que se dedican a transportar mercancías de todo tipo hacia los comedores o dormitorios de las casas particulares, necesitan aparcar sus vehículos en cualquier sitio y a cualquier hora, para dejar el paquete que ansiosamente se está esperando sin el menor pensamiento, solo interesa disponer cuanto antes de una inutilidad más.

El sentido común, arropado por el conocimiento que la sociedad ha ido construyendo a lo largo de decenas de miles de años, fue tirado por la borda desde la revolución industrial. Todo artefacto que llega a tu casa por otros tiene un consumo energético superior al que se compra en tú barrio, que lo vas a buscar y caminando lo transportas a tú hogar. Es absolutamente ilógico e irracional que el producto que se transporta por vehículo resulte más barato que el que se compra en una tienda. Todo este desbarajuste desaparecería si el objeto transportado fuese más caro que el que tú puedes comprar in situ, y este negociete, que necesita la permisividad, política y legislativa de la globalización maravillosa, desaparecería y la ciudad tendría una atmósfera más limpia y un mayor silencio.

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