Acciones públicas para velar por el bien común

El proyecto de fusión del grupo automovilístico Fiat-Chrysler con la multinacional francesa Renault ha fracasado. Algunas voces lo achacan a la presencia del Estado francés como accionista del grupo Renault. Es lógico que al capital privado no le guste la participación del Estado en el capital de las empresas: mientras el primero busca rentabilidad, el sector público suele introducir otros parámetros en la ecuación al enfocar su participación hacia el bien público y el largo plazo. Eso sí, cuando los grandes grupos se encuentran en dificultades, siempre terminan acudiendo al Estado en busca del apoyo que les permita superar el bache.

Con todo, la polémica ha servido para mostrar la falsedad de algunos presupuestos que como la mala moneda circulan sin fin. El primero de ellos es que la Unión Europea no permite la participación pública en empresas mercantiles. Renault y otras grandes compañías lo desmienten; incluso se ha legislado sobre el particular. La ley Florange determinó el peso político de las acciones de propiedad pública, algo que también existió en el Estado español: la conocida popularmente como «acción de oro». En el Estado español desapareció porque al capital privado no le gustaba. Tampoco a la clase política, que preferió ceder la defensa del interés general a las grandes multinacionales, como si los objetivos públicos y privados fueran coincidentes. Un ejemplo reciente es el cambio en la dirección de Euskaltel, que ha dejado claro que aunque mantenga aquí la sede social y fiscal, las decisiones ya se toman en Londres de acuerdo con los intereses del principal accionista, Zegona. Conviene señalar, asimismo, que Renault es una empresa puntera, eficiente, bien gestionada y que ha sabido adaptarse a los cambios. Contra el pronóstico de los liberales, la participación pública funciona bien.

El ejemplo de Renault muestra que la implicación del Estado en empresas públicas no es un problema económico, sino político, de defensa del interés general.

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