Existen sistemas políticos en los que sin una constitución el estado de derecho funciona y otros en los que la constitución no garantiza en absoluto que el estado de derecho se establezca y desarrolle.   En el fondo, el tipo de sociedad que se construya no depende tanto de la fórmula para articular la legalidad institucional como de la cultura política que se desarrolle a través del juego democrático y el debate público. Las luchas históricas de una sociedad y los equilibrios de poder que se instalen o combatan marcarán el resultado. 

Por supuesto, los estados en los que ha existido una dictadura militar tienen riesgo de utilizar la apariencia de legalidad para justificar ordenamientos jurídicos autoritarios, restrictivos de la pluralidad, opresivos contra la diversidad y represivos contra la disidencia. A las transiciones políticas que en el último cuarto del siglo pasado se mostraron como modélicas se les están viendo las costuras antidemocráticas. Ocurre en Chile y también en el Estado español, sin ir más lejos. En ambos casos las constituciones se presentan como la garantía de que existe un estado de derecho, cuando en ninguno de los dos esa ley es la salvaguarda de los derechos y libertades fundamentales. Desde luego no para toda la población; no en igualdad de condiciones para toda la ciudadanía; no independientemente del origen, la identidad o la ideología. Las constituciones, sacralizadas, se convierten así en la tapa con la que se pretende asfixiar al estado de derecho. La represión, la impunidad de la violencia institucional y paraestatal, o la existencia de presos políticos son indicadores de que no funcionan como democracias reales. Luego hay grados y fases, claro está, pero estas no se rigen por los prejuicios, sino por la gravedad de los hechos.

Frente a esos órdenes opresivos, miles de personas luchan para construir estados decentes y repúblicas democráticas. En días como ayer España mira al pasado y a la sociedad vasca no le queda otra que construirse otro futuro.