Contra todos, con la reforma de pensiones por bandera

No es una excepción francesa, sino  una realidad en toda Europa. Los gobiernos navegan a duras penas en las  aguas de una economía posindustrial en la que la automatización hace más escasos los buenos empleos y no saben cómo financiar, o no quieren, un futuro aceptable para grandes capas de la clase trabajadora. Entre quienes no están empleados en nichos de alta tecnología o servicios de alta gama, la inseguridad crece, el horizonte se estrecha y se abre paso una sensación de anomia. El problema de las poblaciones envejecidas y de cómo pagar sus pensiones y cuidados carga aún más el tema.

Lo que sí es una especificidad francesa son la edad de jubilación a los 62 años y los más de cuarenta regímenes de pensiones, muchos de ellos en funcionamiento desde la posguerra. El presidente Macron, ultraliberal y favorable a los ricos, ha hecho bandera de la reforma del sistema de pensiones, convencido de su éxito allá donde sus predecesores fracasaron, creyendo que la historia le aguarda como el reformador en jefe que modernizó el Estado. Se afanó en fundir todos los regímenes especiales en un solo sistema de pensiones, universal y por puntos, y en subir la edad de jubilación a los 64 años. En este segundo objetivo capituló en medio de fuertes protestas y una huelga general. El primero, sin embargo, ha llegado a la Asamblea Nacional para su tramitación, convencido de que finalmente podrá aprobarla porque es «necesaria e inevitable».

Su plan de reforma de las pensiones, no obstante, está mal explicado y peor vendido. Y a pesar de que su mandato ha estado marcado por el movimiento de los «chalecos amarillos» y la huelga general, todo indica que no va a recular. La protesta, crónica, más directa y sin final, mantiene la llama encendida y puede prender un nuevo estallido social. En esta era de inseguridad, la gente lucha por conservar lo que tiene. Macron no debería subestimarla. Debería retirar su reforma y hacer una mejor oferta.

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