Cuidado con las serpientes de verano, porque pueden despertar osos de invierno

En Euskal Herria, las serpientes de verano mutan de piel pero rara vez se alejan del canon marcado por los manuales de contrainsurgencia. Este año todo empezó con una campaña de Covite para distorsionar las legítimas demandas de Sare, criminalizar el derecho de manifestación y pedir que se censure la libertad de expresión. La misma que permite a esos lobbies decir todo tipo de cosas, algunas sensatas y otras delirantes.

Gracias a la libertad de expresión, algunas asociaciones y fundaciones pueden defender que no se cumpla la legislación, que se mantenga la excepcionalidad jurídica con las presas y presos o que unas víctimas puedan acceder a la verdad, la justicia y la reparación, mientras otras solo pueden aspirar a la verdad –con trabas– y a una reparación menor. Que para enmascarar esas demandas se tenga que reproducir una atmósfera irrespirable de falta de respeto a las víctimas de la violencia distorsiona mucho la realidad vasca. Para cualquier observador imparcial –y para la inmensa mayoría de la sociedad vasca– el país ha dado un vuelco impensable en pocos años.

Lo que no ha cambiado es la impunidad de los crímenes de una de las partes del conflicto vasco, elemento principal que permite hacer discursos que no tienen nada que ver con la realidad política vasca.

Si con 6.000 torturados reconocidos institucionalmente no hay un solo policía encausado, si el principal centro de tortura sigue en pie, y cada 12 de octubre en él se celebra la «fiesta nacional» española, quizás el debate público sobre memoria y derechos humanos debería establecer prioridades más justas.

Trampas burdas en las que no hay que caer

En esa escalada discursiva para simular un ambiente de violencia, se cruzó la pancarta con las efigies de Jon Paredes Manot, Txiki, y Ángel Otaegi. El 27 de septiembre se cumplirán 50 años del último fusilamiento del franquismo, cuando ejecutaron a esos dos militantes de ETA junto a José Luis Sánchez Bravo, Ramón García Sanz y Humberto Baena, del FRAP. La única forma de insultar a estos militantes antifranquistas y simular imparcialidad es igualarlos a Melitón Manzanas o Carrero Blanco. El problema es que esa es una forma evidente de blanqueamiento del franquismo. Y de cinismo e hipocresía.

En la historia contemporánea de los totalitarismos, ningún Estado serio, ningún historiador riguroso ni nadie en su sano juicio ha equiparado a nazis y fascistas con quienes les combatieron. Por eso mismo, el mundo está repleto de reconocimientos institucionales a partisanos, revolucionarios y miembros de la resistencia, militantes de la causa de la libertad.

Alberto Alonso, director de Gogora, adoptó ese razonamiento que responde a lo que popularmente se conoce como «ni negros ni Ku Klux Klan». En el caso de algunas víctimas de ETA, esa postura es parte de una agenda retrógrada, y, aunque no sea justificable, incluso puede ser humanamente comprensible por un impulso de venganza. En el caso del responsable institucional del Gobierno de Lakua en materia de memoria, es totalmente irresponsable. Como historiador, le emparenta con quienes colocaron a la niña Begoña Urroz como la primera víctima de ETA a sabiendas de que era falso. Como militante de UGT y PSE, ese revisionismo coquetea con el autoodio.

El problema de esta serpiente de verano es que precede a un oso de invierno que desea llevar adelante un programa autoritario, que derogará las leyes de memoria y perseguirá la discrepancia. Son los herederos de los que mataron a Txiki y a Otaegi, la derecha española. Por eso, es exigible más responsabilidad, menos frivolidad, y respeto a quienes, con sus aciertos y errores, lucharon contra el fascismo y en defensa de la democracia y la libertad de Euskal Herria. Especialmente, si sacrificaron su vida por ello.

Buscar