Defensa, política y ternura contra la represión española

Los poderes del Estado español han dado un paso más en la escalada represiva que mantienen contra Catalunya desde el referéndum del 1 de octubre de 2017. Si contra los líderes independentistas han utilizado la «sedición» y la «rebelión» para mentir sobre la naturaleza pacífica del movimiento por la República catalana, ahora utilizan el «terrorismo» para perseguir a activistas y extender el miedo.

Siete ciudadanos catalanes han sido encarcelados por la Audiencia Nacional acusados de una violencia imaginada. Es decir, de una violencia que no ha ocurrido, que no se ha ejercido contra nada ni contra nadie. Una violencia que solo existe en la versión policial.

Reproducen así de manera perversa el esquema utilizado en el conflicto vasco. Esa lógica les ofrece lo único que pueden ganar; no son ni razones, ni argumentos ni más apoyos, es tan solo tiempo. La judicialización altera los tiempos políticos, se sobrepone a legislaturas y a otros ciclos. Gestionar el tiempo se convierte en parte central de este combate.

Ante semejante virulencia policial y desfachatez jurídica, resistir siendo pacíficos, dialécticos y pacientes no es suficiente. Lo cierto es que, desde la humildad, la experiencia represiva vasca ofrece pistas sobre el sentido de esta escalada. El independentismo vasco ha pagado un precio terrible en este terreno. También es el ámbito donde acumula un mayor capital humano y político.

En defensa de causas justas

La excepcionalidad es la norma. Esto es derecho del enemigo. No hay presunción de inocencia ni otras garantías. En realidad, mandan las Fuerzas de Seguridad del Estado, porque el enfoque principal es bélico o, como mucho, de «inteligencia». A partir de ahí, los jueces ejecutan la doctrina, la clase política aprieta y los medios de comunicación distorsionan y marcan objetivos.

Aún así, no se puede rendir el frente judicial. Los y las abogadas que han defendido en Madrid a militantes vascos explican que casi siempre ganaban los juicios pero perdían las sentencias. No es cuestión de épica o retórica; hay una técnica jurídica que se aprende haciendo frente a una legislación trucada y a tribunales parciales.

Además, se trata de la defensa de los derechos humanos. Esa labor titánica ha tumbado a menudo condenas injustas, ha recuperado libertades secuestradas, ha restituido derechos, ha mitigado dolores. Incluso ha posibilitado abrazos perdidos. A perder ganando se aprende, pero sobre todo se aprende a celebrar cada victoria.

La batalla política

Este sí es el principal campo de lucha. Al final de todo, está en juego el poder, sea para retener, recomponer o para transformar la vida de las personas y las sociedades. Evidentemente, la lucha entre un Estado europeo y una nación sin estado es muy desigual. Nunca se debe menospreciar el reto de ser «un país normal».

El Estado español busca rebajar la autonomía, desmontar el estado de derecho, acumular rehenes y elegir interlocutores. Esa es la amenaza del 155. El objetivo es obligar a negociar de nuevo el suelo y rebajar así el techo de las aspiraciones de las sociedades catalana y vasca. Si meten a la política catalana en el esquema antirrepresivo, habrán ganado algo más que tiempo. Habrán desenfocado el sentido político de su lucha.

Es evidente que no va a ser fácil recomponer la unidad y el liderazgo compartido que, con todos sus límites y sombras, había hasta el 1-O. Hace falta claridad estratégica, y la represión busca dificultarla.

La ternura ni se negocia ni se rebaja

A la crueldad se le enfrenta la ternura y la solidaridad de quienes defienden la justicia, la democracia y la libertad. La represión y la resistencia generan una cultura política particular, con una emocionalidad propia. A veces resulta depresiva y asfixiante, otras es deslumbrante y plena de dignidad. Se aprende el cuidado mutuo, a pensar en las personas de otra manera. Se educa la empatía. Vivirlo es toda una experiencia. Saber contarlo, transmitirlo, contagiarlo, es una oportunidad para cambiar conciencias y decantar voluntades.

La potencia emocional y la honestidad política que brotan en medio de la represión son universales y reconocibles desde Sudáfrica hasta Irlanda. La figura de Jordi Cuixart, por ejemplo, las refleja muy bien. Es la voz única y solemne de quienes hablan de libertad desde la cárcel. Por esas voces hablan pueblos enteros.

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