Las formas de lo ocurrido ayer en el Parlamento de Gasteiz no deben distraer la lectura del fondo del asunto, porque el auténtico escándalo está ahí. El escándalo empieza en que han tenido que pasar 40 años para que el Parlamento de Gasteiz apruebe una ley que reconozca a las víctimas de la violencia política del Estado producidas desde ese 1978 hasta 1999. Sigue en que esa norma no supondrá ningún avance hacia la verdad y la justicia, puesto que el Estado –vía Tribunal Constitucional– se ha encargado de cercenar este aspecto. Continúa en que se define con el eufemismo de «abusos policiales» lo que realmente son crímenes gravísimos: muertes, torturas, secuestros... Y quedaba una guinda final, el colmo del sarcasmo y la desvergüenza; lo puso el PP al invitar a la tribuna a los representantes de un sindicato policial ultra para que presionaran a los electos encargados de debatir y votar esa norma tan limitada.

En una jornada en que el protagonismo debía corresponder a las víctimas, a quien el PP dio visibilidad y altavoz en esas tribunas es a los representantes de los cuerpos policiales que las han provocado. Y ¿qué querían supervisar esos «sindicalistas» de Jusapol? Resulta elocuente que no acudían al Parlamento para prolongar el manto de silencio sobre la mayoría de esos casos –porque la norma no supone un avance sustancial hacia la verdad– ni a reivindicar impunidad policial –porque esta ya existe salvo contadas excepciones y la ley tampoco acabará con ella–. Iban para algo mucho peor: simple y llanamente, para negar toda esa violencia que para nada ha sido puntual, como muestran los 4.113 casos de tortura del informe de Lakua.

El negacionismo es delito en estados como el francés, Alemania, Bélgica o Suiza en el caso del holocausto. En Euskal Herria no hay tal calificación legal; negar la tortura o la guerra sucia, a lo que se ve, es un derecho hasta en la tribuna de un parlamento. Pero eso no quita que sea una actitud deleznable para cualquier persona de bien.