Embajador ilustrado de la causa democrática vasca

Ha muerto un señor de 90 años, acompañado por su familia, en paz con todo el mundo y creyendo en Dios, tras una vida plena en todos los sentidos. No era ministro, ni catedrático, ni un artista. Era un periodista español al que la censura y el desinterés por la libertad de sus colegas y compatriotas había empujado a publicar en un diario vasco. Visto así, en medio de la pandemia del coronavirus, que arrasa con todo y tiene a medio mundo confinado en sus casas, no parece razón suficiente para, sin ir más lejos, dedicar toda la sección de Opinión de un periódico. El muerto, sin embargo, es Antonio Álvarez Solís.

Con él muere una visión particular sobre las naciones vasca y catalana, y sobre el imperio español. También se desvanece una concepción personal en torno a la ética periodística, la razón marxista y la fe cristiana. Su legado son los cientos de artículos publicados en GARA, donde se refugió cuando se le cerraron el resto de puertas, en Madrid y en Euskal Herria. Las razones de esta marginación fueron ideológicas. En el plano de las ideas, porque Antonio era incómodamente demócrata, comunista y humanista. Según el adversario mutaba en dinamitero asturiano, represaliado vasco o en desobediente catalán. Su incuestionable calidad literaria y nivel intelectual no le salvaron. En el plano periodístico, por así decirlo, a algunos Antonio no les gustaba porque era ilustrado, pedagógico, profundo y argumentado. Era pausado. Y no hay tiempo para escuchar razonamientos complejos que, con sorna y dulzura, dinamiten dogmas y cuestionen argumentarios prefabricados.

Antonio Álvarez Solís era un gran defensor de todas las causas en las que confluyan la libertad, la justicia, la democracia y los derechos. Pensaba que Euskal Herria merecía un Estado propio, entre otras cosas, solía bromear, porque él había hecho méritos para acceder a un pasaporte. Cuando se le otorgue, se recordarán sus credenciales de embajador ilustrado de la causa democrática vasca.

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