El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha vuelto a condenar al Estado español –y dejado en evidencia a su Tribunal Constitucional– con una contundente sentencia por la que obliga a reparar e indemnizar a dos jóvenes catalanes que fueron condenados por quemar una foto de los reyes Juan Carlos I y Sofía de Grecia. A juicio del TEDH, la condena constituyó un ataque a la libre expresión de ideas políticas, una prohibición de manifestaciones públicas de disidencia con la tesis de que cuando se critica con dureza a instituciones como la monarquía se fomenta el odio. Afirma que sacar de la libertad de expresión la crítica política a una institución daña el pluralismo, la tolerancia y el espíritu abierto sin el cual no existe una sociedad democrática.

Este enésimo rapapolvo judicial llega semanas después de que el mismo tribunal condenara a España por las torturas a los ciudadanos vascos Igor Portu y Mattin Sarasola, y coincide con un informe de Amnistia Internacional en el que se critica el exponencial incremento del uso de la legislación «antiterrorista» para silenciar la libertad de expresión y coartar la creatividad artística. Bajo la premisa de «glorificar el terrorismo» o de «humillar a las víctimas» se ha castigado a titiriteros, tuiteros y raperos; han convertido las letras de canciones, el humor o la sátira política en razones suficientes para el encarcelamiento.  

El desarrollo de la sentencia de Estrasburgo retrata a gobernantes cercanos a las prácticas de Ankara; a quienes con la arrogancia autoritaria de quien se siente impune, no reparan en azuzar las más bajas pasiones que alimentan su populismo punitivo. Con una legislación «antiterrorista» convertida en cultura y mentalidad colectiva, podría decirse, recordando el poema de Bertolt Brecht, que primero vinieron a por los vascos; ahora, van también a por los catalanes. Y vendrán más. Y vendrán otros. Y también perderán derechos y libertades. Esta es una estrategia que les da votos, ganan elecciones así.